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Terminamos en uno de los tantos bares que se abren alrededor de Plaza Dorrego. No era la primera vez que íbamos, y ya sabíamos que a los dueños les caía gordo que nos pusiéramos a correr mesas para sentarnos todos juntos. Así que nos acomodamos en el mismo sector del salón, repartidos en las mesas con los amigos o familiares que nos habían acompañado. En cierto sentido era mejor que armar una sola mesa larga, donde hay que hablar a los gritos para que te escuche alguien a tres sillas de distancia. Eso sí, copamos el lado más cercano al patiecito interno, que nos ahorraría salir a la calle para fumar.

Como en toda salida tan multitudinaria, la charla carecía de ilación, saltando de mesa en mesa, interrumpida por brindis, expediciones a la barra a pedir más bebida sin tener que esperar que nos atendieran, chistes o comentarios que alguien había olvidado decir en su momento.

Obviamente, yo compartía mesa con la delegación extranjera y Nahuel. Mi hijo solía dedicarse a ir

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