Fumó dejando caer las últimas lágrimas. No porque no tuviera más qué llorar, sino porque de momento sus lagrimales parecían haberse agotado.
Abrió Skype todavía secándose los ojos, demasiado agobiado para acordarse de bloquear la cámara. Simplemente llamó a C, sin darse cuenta de que en realidad estaba aceptando una llamada entrante.
Y se quedó petrificado, conteniendo el aliento, sus ojos claros y húmedos moviéndose por la imagen inesperada que tenía delante: C dormía.
Sólo al día siguiente comprendería lo que había sucedido. Él le había contado que ese día regresaba a San Francisco, a su casa. C sabía que sería un momento difícil. Ahora había sólo cinco horas de diferencia entre ellos, y ella se había acostado con el teléfono prendido, apoyado contra la lámpara de su mesa de noche. Seguramente se había quedado dormida mientras aún montaba su guardia virtual, aguardando saber de él.
Dormía medio vuelta hacia el teléfono, tapada hasta los hombros con un a