Pocas cosas le habían resultado más difíciles en toda su vida que volver a entrar en su casa de San Francisco. Desierta, en sombras, el polvo de semanas aposentado sobre los muebles que Jen no se había llevado.
Y el silencio.
Soltó en el recibidor vacío el único bolso que bajara de la camioneta, un sonido apagado que, sin embargo, despertó eco. Miró alrededor con una inspiración tentativa. Dio un par de pasos. Se obligó a dar varios más. Recorrió la casa sin prisa, deteniéndose aquí o allá ante una foto enmarcada que quedara torcida en la pared, un libro de cuentos de Melody caído en un rincón de lo que fuera el dormitorio de las niñas, una pulsera de Liz.
Hasta que llegó a lo que había sido su propia recámara. Se detuvo con un nudo en la garganta y un hueco en el estómago ante el ropero vacío, la