Como tantas otras veces, Stu deseó poder meter las manos en la computadora y arrancar a C de su silla, traerla a su lado, abrazarla con fuerza. Pero sólo tenía su voz, su expresión, sus palabras para mostrarle lo que estaba sintiendo. Las herramientas que utilizara toda la vida en el escenario. Deseó de corazón que ahora fueran suficientes.
—Me encantaría, nena —respondió.
Ella asintió, desviando la vista otra vez por un instante. —Hay tanto que me gustaría contarte. —Alzó las cejas—. Y tanto que me gustaría preguntarte.
—Yo también, no lo dudes. De hecho, tengo toda una lista de preguntas que quiero hacerte. —Ella frunció el ceño y él fingió sorpresa—. Qué. ¿No puedo sentir curiosidad por saber qué has estado haciendo todo este tiempo, y dónde, y cómo, y con quién?
—Y me dicen controladora a mí.
—Que te den.
Se concedieron un momento para reír, porque recuperar aquellas bromas recurrentes se sentía tan bien.
Stu adivinó que ella se disponía a despedirse.
—¿Qué te parece el jueves por