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Te llevaste la botella a la boca y te detuviste antes de tomar. Estaba vacía. La dejaste sobre la mesa de luz, apagaste el velador. Me asustaba percibir todo con tanta claridad, saber que me ibas a besar la frente y sugerir que nos fuéramos a dormir. Me estrujaba el pecho de miedo, como todo lo que venía sintiendo desde que hiciéramos el amor un rato antes.

A esta altura, habría acogotado a tu puto amigo Terry y le habría prendido fuego a su puta plantación de hierba, con su efecto que no parecía terminar de pasar nunca.

Había tomado cerveza para tratar de atenuar lo que quedaba actuando en mi organismo, pero no había servido de nada. Estaba lúcida desde un rincón poco visitado de mi cerebro. Uno que me proponía seriamente no volver a visitar nunca más. Porque no quería que todo resultara tan obvio y comprensible, natural, inevitable. No quería que mis emociones me ahogaran de esta forma, siendo consciente como nunca antes de que eran tan en vano.

Otra vez.

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