El reloj de pared en la cocina de Don Ricardo marcaba casi la medianoche. El local estaba en silencio, la vorágine del día de Sofía y la frenética preparación de la cena de Mateo ya eran un recuerdo. Las luces principales estaban apagadas, dejando solo un suave resplandor sobre las superficies de acero inoxidable y la vieja mesa de madera. Los equipos de ambos se habían marchado, dejando a Mateo y a Sofía como los únicos guardianes de aquel espacio que, poco a poco, empezaba a sentirse como algo compartido.
Mateo estaba terminando de repasar un cuchillo con una precisión casi meditativa. Sofía, en el otro extremo, recogía los últimos moldes de sus bizcochos de desayuno, el aroma a naranja y vainilla aún persistiendo en el aire. La tregua, nacida de la necesidad de colaboración, había convertido en algo más sutil, una especie de comodidad que nadie esperaba.
—Parece que hoy no hay fuegos que apagar —dijo Sofía, intentando aligerar el ambiente