Capitulo 5

La discusión se detuvo en seco. Los ojos de Mateo se abrieron con alarma. Sofía, con el corazón en un puño, vio el fuego acercarse peligrosamente a sus provisiones.

—¡El horno! —gritó Javier, corriendo hacia un extintor.

Mateo, en un instante, reaccionó. Agarró un paño húmedo y, sin dudarlo, golpeó la pequeña llama, intentando apagarla antes de que se extendiera. Sofía, por su parte, se abalanzó para mover los cuencos de la levadura, consciente de que un incendio en el local sería el fin de todo.

Trabajaron a la par. Mateo apagaba las últimas brasas con el paño, mientras Sofía y Clara retiraban rápidamente los materiales inflamables. Javier llegó con el extintor, pero la amenaza ya había sido contenida. El humo se disipaba lentamente, dejando un olor acre y una capa de hollín en la pared.

Se quedaron los tres, Mateo, Sofía y Javier, de pie en la cocina, cubiertos de sudor y con los rostros tiznados. El bizcocho seguía destrozado en el suelo, un testigo mudo de su explosión de ira y del posterior susto.

Mateo miró el bizcocho, luego la mancha de hollín. Finalmente, sus ojos se posaron en Sofía. Su pelo estaba revuelto, su delantal sucio, pero sus ojos, aún con el rastro del miedo, irradiaban una fuerza. Había reaccionado sin pensar, protegiendo lo suyo, pero también ayudando a sofocar el peligro.

Sofía lo miró a él. Su traje, impecable hacía un momento, estaba ahora arrugado y manchado. Su rostro, cubierto de hollín, dejaba ver unas facciones que, por primera vez, no le parecían tan altivas. Había actuado con rapidez, con eficiencia.

El silencio entre ellos no era ya de hostilidad. Habían enfrentado un pequeño desastre juntos. Y en medio del caos, en el olor a quemado y a bizcocho roto, una diminuta grieta se abrió en el muro que habían construido entre ellos. Un momento de vulnerabilidad, un atisbo de que, quizás, no eran tan diferentes después de todo.

Mateo fue el primero en hablar. —Lo siento… por el bizcocho.

Sofía suspiró. —Y yo por… por la bronca. Y por el humo.

Se miraron de nuevo, y esta vez, en lugar de irritación, una pequeña sonrisa cansada se dibujó en los labios de Sofía. Mateo, para su propia sorpresa, le devolvió una leve inclinación de cabeza, un gesto que, en su mundo, era casi una disculpa.

La semana tras el incidente del bizcocho y el conato de incendio en el local de Don Ricardo había traído una tensa tregua. Mateo y Sofía se cruzaban por los pasillos con menos hostilidad, un atisbo de mutuo respeto profesional flotando en el aire enrarecido por el hollín. La coexistencia forzada, sin embargo, no había suavizado sus diferencias culinarias. De hecho, las había acentuado.

Mateo estaba frustrado. Llevaba horas intentando perfeccionar el postre de su nuevo menú degustación. Un "Nido de Cítricos con Aire de Vainilla y Tierra de Pistacho". La idea era brillante sobre el papel, un concepto audaz, lleno de texturas y contrastes. Había pasado días con el nitrógeno líquido, las texturas esféricas y los geles, pero algo fallaba. El resultado era técnicamente impecable, visualmente impresionante, pero… frío. Vacío. Carecía de la calidez, de la impronta, de ese "algo" que hacía que un plato trascendiera la mera técnica.

—No lo entiendo, Javier —Mateo golpeó suavemente la encimera con la palma de la mano, frustrado—. Tiene todas las proporciones perfectas. La temperatura, la acidez, el dulzor… Pero no me dice nada.

Javier, observando desde una prudente distancia, se atrevió a sugerir. —Quizás le falta… ¿alma?

Mateo lo fulminó con la mirada. —¿Alma? Javier, estamos en el siglo 21. El alma es la ciencia. Es la precisión.

—A veces, la ciencia no basta para el postre —Javier encogió los hombros—. La gente quiere sentirse mimada al final de una comida. Con el postre se busca la conexión, no solo la sorpresa. Piénsalo. Cuando la abuela Carmen te hacía sus rosquillas, no te daban una experiencia. Te daban… algo más. Te daban un abrazo.

La mención de su abuela, Carmen, y el eco de las palabras de Don Ricardo sobre el "corazón del barrio", golpearon a Mateo. Su mirada se desvió hacia la puerta que conectaba su reluciente cocina de noche con la zona más rústica, donde Sofía preparaba sus masas por las mañanas. El aroma a pan dulce y levadura, que antes le parecía una intromisión, ahora lo invadía de una forma extrañamente reconfortante. Recordó el sabor de la Tarta de Santiago, la que había probado a regañadientes. Era sencilla, sí, pero tenía ese "algo".

El orgullo le quemaba en la garganta. ¿Pedirle ayuda a la pastelera? ¿A la mujer con la que había competido y con la que seguía en una absurda tregua? Era impensable. Pero el postre lo torturaba. Necesitaba una perspectiva diferente, una que su propia mente, tan obsesionada con la complejidad, no podía ofrecer.

En el otro extremo del local, Sofía se enfrentaba a su propio laberinto. "El Dulce Rincón" había crecido exponencialmente desde que se mudaron al nuevo espacio. La clientela fiel se había multiplicado, y los pedidos de tartas para eventos y bodas no paraban de llegar. Clara y Lucía, sus dos ayudantes, estaban desbordadas.

—No sé cómo vamos a sacar esto, Sofía —Clara se apoyó en la mesa, agotada, rodeada de bandejas de pastas que esperaban ser decoradas—. Tenemos diez pedidos de tarta para mañana, más el encargo del colegio y los de la venta diaria. Lucía y yo no damos abasto. Necesitamos a alguien más.

Sofía suspiró. —Lo sé. Pero no podemos contratar a cualquiera. Necesitamos a alguien que entienda nuestra filosofía, que trabaje con el mismo cariño. Y que sepa organizar. Estoy acostumbrada a hacerlo todo yo, pero con este volumen… me cuesta.

Pilar, su madre, que pasaba por allí, acarició el brazo de Sofía. —Hija, la expansión es como una masa nueva. Necesita su tiempo para levar, pero también la mano firme para darle forma. El señor Mateo, con todos sus aires, sí que sabe de logística en cocinas grandes. Ha gestionado equipos enormes en sus restaurantes.

Sofía alzó una ceja. La idea no le había pasado por la cabeza. Él, con su precisión militar y su obsesión por la eficiencia, podría tener las respuestas que ella necesitaba para estructurar su obrador. A ella se le daba bien la creatividad, el tacto con la masa, pero la organización a gran escala era un terreno desconocido. Y su ego, a diferencia del de Mateo, no era tan frágil como para no admitir una carencia.

La imagen del chef, con su rostro tiznado y su preocupación genuina durante el conato de incendio, apareció en su mente. No era solo un arrogante; era un profesional de primera línea.

Fue Sofía quien dio el primer paso. Mateo estaba terminando de limpiar su estación de trabajo, el sol ya poniéndose. Lo vio dudar, observando un cuenco donde había desechado los restos de su postre fallido.

—Chef —dijo Sofía.

Mateo se sobresaltó. Se giró para verla de pie en la invisible línea divisoria, con las manos cruzadas frente a ella, una pizca de timidez en su expresión.

—Señorita García. ¿Algún problema?

—No, no exactamente. Solo… vi su postre. El Nido de Cítricos.

Mateo se tensó. —Ah. ¿Y qué le pareció? ¿Demasiado "extraño" para su paladar tradicional?

Sofía sonrió, sincera. —No. Parecía… complicado. Hermoso, pero… ¿le faltaba algo?

Mateo la miró. —No me diga que ha venido a darme una lección de… "alma" en la repostería.

—No. He venido a pedirle un favor. —Sofía dio un paso al frente, cruzando la línea invisible. Mateo observó su movimiento con curiosidad—. Mi obrador ha crecido mucho. Los pedidos, el personal… necesito organizar mejor los flujos de trabajo. Usted… usted es un experto en eso. En cocinas grandes, en la gestión. Me preguntaba si… si podría darme algún consejo. Una tarde, cuando no estemos en horarios de choque.

Mateo parpadeó. Era lo último que esperaba. La pastelera, la que solo sabía de bizcochos, pidiéndole ayuda con la organización. Su ego se sintió halagado, a pesar de sí mismo. —¿Usted? ¿Pidiéndome consejo a mí? Creí que pensaba que mi cocina era… pretenciosa.

—Y lo es —Sofía no se anduvo con rodeos, haciéndolo reír por primera vez en días—. Pero su eficiencia… eso no lo discuto. Y a veces, la tradición necesita un poco de… estructura.

Mateo se cruzó de brazos, una sonrisa irónica en sus labios. —De acuerdo. Y ahora, mi turno. Estoy atascado con ese postre. Es un desastre. Es técnicamente perfecto, pero… no tiene vida. Quizás su "alma" repostera podría… iluminarme. Sé que suena ridículo viniendo de mí, pero… necesito una perspectiva diferente. Algo que no esté obsesionada con los sifones y las esferas.

Sofía lo miró. La vulnerabilidad de Mateo, por pequeña que fuera, lo hacía más humano. —¿Me está pidiendo que le dé consejos sobre alta cocina? Pensé que su ego era… más grande.

—Mi ego es proporcional a mi talento, señorita García. Pero el talento, a veces, necesita… un empujón. Especialmente cuando se trata de la… dulzura.

Se miraron, y una risa escapó de los labios de Sofía. Mateo, para su propia sorpresa, sintió una punzada de algo cálido en el pecho.

—Mañana, después de que cierre el obrador. ¿Le parece? —sugirió Sofía.

—Perfecto —Mateo asintió.

Al día siguiente, la cocina se convirtió en un taller inusual. Mateo, con un delantal diferente al que usaba para sus servicios, observaba a Sofía con la curiosidad de un estudiante. Ella, desprovista de toda pretensión, le enseñó sobre la importancia de la calidad de los huevos, la temperatura perfecta de la mantequilla para la masa hojaldre, el "punto" exacto en el que el azúcar se convierte en caramelo perfecto. No eran técnicas complejas, sino gestos. Sensibilidad. Intuición.

Sofía, por su parte, se sentó con Mateo mientras él le explicaba los diagramas de flujo de una cocina profesional. Cómo organizar las estaciones de trabajo para minimizar movimientos, cómo gestionar el inventario de forma eficiente, cómo crear un sistema de pedidos que evitara cuellos de botella. Ella lo escuchaba, fascinada por la lógica y la precisión que él aplicaba a algo tan caótico como la cocina.

—Es como una partitura musical —explicó Mateo, señalando un diagrama con el dedo—. Cada cocinero es un instrumento. Si cada uno sabe su nota, la orquesta suena perfecta.

Sofía sonrió. —Y la masa es el alma de la canción. Si no la tratas bien, no hay melodía.

Intercambiaron sus mundos. Mateo, el chef estrella, se encontró fascinado por la simplicidad profunda de la repostería de Sofía. Aprendió que a veces, el sabor más auténtico venía de los ingredientes más simples, tratados con amor y respeto, no solo con técnica. Sofía, la pastelera tradicional, comprendió que la eficiencia y la estructura no le quitarían el alma a su obrador, sino que le permitirían volar más alto, llegando a más personas con su dulzura.

Al final de la tarde. Sofía había preparado una pequeña porción de su tarta de queso, y Mateo, su café de especialidad. Se sentaron en una mesa, compartiendo en un silencio cómodo.

—Gracias, Mateo —dijo Sofía, mirando el diagrama que él le había explicado—. Creo que esto me ayudará mucho.

—Y a mí, gracias, Sofía —Mateo tomó un bocado de la tarta de queso. El sabor era suave, cremoso, con un toque de dulzura casera. Era todo lo que su postre "Nido de Cítricos" no era—. Creo que acabo de encontrar la pieza que me faltaba.

Se miraron. El respeto profesional había florecido en la jornada, pero ahora, algo más sutil comenzaba a asomar. Una comprensión, una apreciación no solo de sus talentos, sino de sus diferencias. El aire entre ellos, cargado de aromas dulces y salados, de planos de cocinas y de recetas ancestrales, se había vuelto un poco más cálido. Las recetas se habían cruzado, y con ellas, dos mundos que parecían opuestos, comenzaban a encontrar un lenguaje común. Un lenguaje de sabor y, quizás, de algo más.

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