—¡No! —suplicó Dylan entre lágrimas—. Mami, vuelve y haz tu tarea en casa. Te prometo que no te molestaré, que no necesitaré que me des de comer ni mi medicina. Haré todo solito. Mami, por favor, vuelve rápido.
Al oírlo, Rubí lloró aún más. Quería llevárselo con ella, abrazarlo y no soltarlo jamás, pero no tenía ese derecho. No podía seguir escuchando su llanto sin que el corazón se le rompiera en pedazos.
—Sé un buen chico. Mamá está muy cansada y necesita estar sola unos días. No llores, cariño. La lasaña que preparé está en el refrigerador. Cuando termines de comerla toda, yo vendré a verte y te haré más, ¿de acuerdo?
Dylan dudó, permaneció en silencio unos segundos y, sollozando, murmuró:
—Mami… no, no quiero…
Rubí apretó los ojos, ahogando sus propias lágrimas, y en un último esfuerzo agregó:
—Dylan, mami necesita estar sola. Si no termino mis tareas, no podré graduarme. Sé obediente, ¿sí? Hazlo por mí.
Gavin, de pie junto a Dylan, le lanzó un guiño, deseando que el niño siguiera