Alexander la abrazó con fuerza mientras Valeria se desmoronaba. Ella lloraba, aferrándose a él, el torrente de dolor y rabia finalmente liberado. El hombre la sostuvo hasta que el llanto fue lentamente desapareciendo, transformándose solo en espasmos y respiraciones entrecortadas.
Pero Alexander todavía tenía que ocuparse de algo más; su palma herida. Preocupado, abrió los ojos y revisó la mano de ella, inquieto.
—Valeria, déjame ver tu mano. Déjame ver tu herida.
Ella, exhausta, ni siquiera se opuso; simplemente dejó que él girara su mano para examinar el daño. Alexander evaluó la herida, sus ojos llenándose de preocupación y de un profundo enojo por lo que ella había intentado hacer.
De inmediato, Alexander giró la cabeza. Allí estaba Doris, todavía presente junto a la puerta, visiblemente nerviosa.
—¿Puedo ayudarlo en algo, señor? —preguntó Doris.
—Busca el botiquín de primeros auxilios. Déjalo aquí y luego vete —ordenó Alexander, con una voz que no admitía réplica.
Doris