Esa noche, durante la cena, Valeria estaba sentada a la mesa con sus padres, comiendo lentamente. No es que no tuviera apetito, pero con todo lo que había sucedido, la comida no tenía sabor. Estaba allí, luchando por alimentarse, mientras los sollozos y la rabia contenida le presionaban el pecho.
Diana la observó, dándose cuenta de su lucha, y se preocupó.
—Valeria, ¿quieres comer algo más?—sugirió, suavemente—. Puedo decirle a la cocinera que te prepare algo diferente. Tal vez con algo distinto se te abra el apetito.
—Gracias por preocuparte por mí, madre—respondió Valeria—. Aunque no es necesario. La comida es deliciosa. El problema, realmente, soy yo.
En ese momento, Alejandro intervino, cambiando el rumbo de la conversación.
—Valeria, tu madre y yo estábamos pensando en algo. Sería bueno cambiar de ambiente y de aire. Ahora que todo está revuelto y el mar parece molesto, deberíamos buscar aguas tranquilas e intentar lidiar con todo este desastre. ¿Qué te parece?
Valeria se sintió