El amanecer se clavó en la sien de Alexander como un puñal helado. Al despertar, la resaca se manifestaba como golpes dentro de su cráneo.
Necesitaba, con urgencia desesperada, algo que contrarrestara aquella horrible molestia.
Se obligó a deslizarse fuera de la cama. Sus movimientos eran lentos, deliberados, como si cada articulación estuviera rellena de arena. El camino hacia el comedor fue una odisea de contención. Al llegar, encontró a Doris, preparando el desayuno con su habitual eficiencia silenciosa. Alexander intentó deslizarse en su silla lo más disimuladamente posible, pero su torpeza era evidente.
Doris, sin embargo, no necesitó disimulo para notar algo. Mientras servía el café, sus ojos repararon fugazmente en la mano de Alexander, concretamente en una herida fresca y mal disimulada que apenas cubría con su ropa.
Un silencio se instaló allí.
A medio desayuno, Alexander no pudo contener la pregunta que lo había estado carcomiendo desde que se había levantado solo.
—Dori