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Alexander llegó a su oficina ese día, aún sintiendo fatiga. Se sentó en su imponente escritorio, sintiendo que la cabeza le pesaba. El trabajo se sentía como un castigo ese día.

Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en la madera pulida, y se cuestionó en voz alta, sin notar que estaba hablando solo.

—¿Hice bien en disculparme? ¿Qué gano con mostrar debilidad? —murmuró, la frustración palpable en su tono—. ¿Qué procede ahora?

En ese preciso instante, la puerta se abrió sin un golpe previo. Elena, entró tímidamente, con unos papeles en la mano. Se quedó extrañada al ver a Alexander, el magnate implacable, recostado y hablando solo con una expresión de enojo.

Alexander se enderezó de golpe, al descubierto y un poco avergonzado.

Su reacción fue inmediata y brusca.

—¡Elena! ¿Cuántas veces debo decir que toques antes de entrar? —la regañó, su voz fue dura.

Elena se encogió, el rostro palideciendo. Se disculpó rápidamente.

—Discúlpeme, señor Baskerville. Pensé que... —La joven s
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