Nikolaus y yo corremos sin mirar atrás; dejamos a Keleer con los documentos que debe llevarse para proteger lo urgente. La multitud parece cerrarse en un murmullo ensordecedor y yo solo escucho a mi hijo llamarme entre la masa —su voz es un alfiler que pincha mi pecho—. El corazón me late en la garganta como si quisiera salir a buscarlo.
Lo diviso a lo lejos: Niklaus está cerca de la entrada del salón, con los ojos enrojecidos, y junto a él, para mi sorpresa y con una tranquilidad que me hiela, está Adán —intentando calmarlo con palabras suaves—. Lo veo inclinarse hacia el niño, ponerle la mano en el hombro. “Viste, campeón, ya llegó tu madre”, escucho decir, con la voz medida como si supiera exactamente qué frase curará la herida.
Nikolaus se interpone inmediatamente entre nosotros y la fuente de mi angustia: le da la espalda y solo dedica su atención a nuestro hijo. Mi rabia chispea, pero la prioridad me obliga a contener el fuego; me acerco en zancadas cortas, me arrodillo frente a