Tras ocho años matrimonio, Emma y Gabriel enfrentan una herida en su relación: la imposibilidad tener hijos. Gabriel, con un deseo ferviente de ser padre, siente cómo las presiones familiares y los tratamientos fallidos comienzan a consumir el amor que los unió. Emma, siempre optimista, lucha contra su propio dolor y la constante crítica de los demás. En la noche de Navidad, rodeados por la felicidad ajena y comentarios insensibles, su relación alcanza un punto de quiebre. Esa noche marca el inicio de un viaje lleno de emociones, donde ambos tendrán que enfrentarse a sus temores, separarse y redescubrir quiénes son. Pero el destino tiene una sorpresa guardada: un milagro que llegará justo a tiempo para recordarles el verdadero significado del amor y la familia.
Leer másEmma Uzcátegui
Camino por la sala de estar, con zancadas cortas y afiladas como un metrónomo a doble velocidad. Cada vez que me giro al final de la alfombra, un mechón de pelo oscuro me cae en la cara, un pequeño recordatorio de que incluso mi cuerpo se rebela hoy.
El reloj hace un tic tac odiosamente alto, y una tortuosa cuenta atrás para el momento en que Gabriel entra por esa puerta. Mi mente juega al ping-pong con la esperanza y el miedo, una y otra vez, una y otra vez. Es agotador. “Emma”, murmuró para mis adentros, “tienes que calmarte. Es solo una llamada. Una noticia que podría cambiarte la vida y destrozarte el alma. No es para tanto”, digo cerrando los ojos sin poder contener esa angustia que anida en mi pecho. Y es que siempre es así, de los últimos siete años y medio de matrimonio, cada mes, ha sido una espera tormentosa, a la que un par de años después se le habían sumado doce tratamientos de fertilidad para quedar embarazada, y todos infructuosos. El sonido de unas llaves tintineando en la puerta principal hace que mi corazón rebote contra la pared de mi pecho. Me quedo paralizada, con las manos entrelazadas como si pudiera rezar para alejar las malas noticias. Gabriel entra y parece que le hayan arrastrado hacia atrás. Su pelo castaño oscuro está más revuelto que de costumbre, con algunas canas delatoras a la vista. —Hola —, me dice, con voz cansada. Esboza una sonrisa, una de esas de «todo va bien» que debe de haber aprendido en la tienda de maridos. Pero le conozco mejor que eso. Puedo verlo: la tensión acampando en las comisuras de sus ojos, acomodándose. —¿Un día largo? —Le pregunto, aunque en realidad no es una pregunta. Lo lleva escrito en la cara, demasiado cansado para tener tan solo treinta y dos años. Asiente y deja caer las llaves en el cuenco junto a la puerta con un tintineo que parece demasiado fuerte para nuestra frágil burbuja de normalidad. Gabriel se quita el abrigo, con movimientos pesados, como si llevara algo más que el peso de la ropa. Y lo entiendo, de verdad. Porque los dos estamos cargando con esta expectativa del tamaño de un elefante, y hoy es el día en que descubriremos si se queda o hace las maletas y se marcha. —Ven aquí —, le digo, abriéndole los brazos porque a veces no hacen falta palabras, sólo un abrazo que diga “te tengo”. Y durante uno o dos latidos, nos quedamos ahí, abrazados, fingiendo que no estamos asustados por lo que viene a continuación. —Tu padre sigue pensando que eres un robot diseñado para hacer hojas de cálculo y no dormir, ¿eh? —bromeo mientras Gabriel se afloja la corbata con un suspiro que parece llevar el peso del mundo, o al menos el peso de la oficina. Logra soltar una risita, con un sonido áspero como el papel de lija. —Sí, bueno, si yo fuera un robot, pediría una actualización del software. Este modelo falla bajo presión. —¿Falló? Por favor, estás funcionando a pura cafeína y testarudez. Últimamente, son tus dos alimentos básicos. Una sonrisa se dibuja en mis labios, pero lucha contra la preocupación que ha sido mi compañera de piso durante meses. —Me parece bien —, asiente, con los hombros ligeramente relajados por la broma. Lo observo, a este hombre al que he amado en todos sus altibajos. Es como si ambos fuéramos actores de una tragicomedia, tanteando nuestras líneas mientras esperamos a que suene el telón que decide nuestro destino. El silencio se alarga demasiado y de repente siento el impulso de llenarlo de recuerdos más brillantes que la luz tenue de nuestro salón. Mi mente se remonta a un momento soleado de hace años. —¿Recuerdas el día de nuestra boda? Las palabras salen de mí, como una balsa salvavidas en un océano de inquietud. —Ibas tan elegante con ese traje que casi me olvido de dar el "sí, quiero" porque estaba demasiado ocupada mirándote. Los labios de Gabriel se crispan, un fantasma de su antigua sonrisa. —¿Cómo iba a olvidarlo? Eras una visión, toda gracia y belleza. —¿Gracia? Más bien, una torpe con tacones. Pero bueno, no me tropecé caminando por el pasillo, así que aceptaré la victoria donde pueda conseguirla. Hay suavidad en sus ojos, una visita fugaz, porque él también lo recuerda. Aquel día todo eran burbujas de champán y la promesa de una eternidad; cada voto que intercambiábamos era un peldaño hacia un futuro pintado con vibrantes tonos de esperanza. —Aquellos votos parecían hechizos mágicos, ¿verdad? —me pregunto. —Sólo unas palabras y, de repente, éramos invencibles. O eso parecía. —Emma... — Su voz se entrecorta, teñida de nostalgia y un dolor que se hace eco del mío. —Sí, éramos dos tortolitos dispuestos a conquistar el mundo—. Mi risa es algo quebradizo, lo bastante afilada como para cortar la tensión. —Pero nadie nos advirtió sobre los dragones. —A los dragones se les puede matar —, responde en voz baja. La metáfora no pasa desapercibida para ninguno de los dos. —Cierto. ¿Pero sabes qué es más difícil de matar? El todopoderoso dragón de la fertilidad. Mi sarcasmo es un escudo, siempre lo ha sido. Desvía, protege, pero a veces desearía no necesitarlo tanto. —Emma, superaremos esto —, dice Gabriel, pero hay un temblor en su convicción—. Pronto tendremos un pequeño en nuestros brazos, la vida no puede ser injusta con nosotros. —Por supuesto que lo haremos. Somos el Equipo Uzcátegui Marín. Imparables — Fuerzo las palabras, un mantra más para mí que para él. —Imparables —repite, pero el brillo de esperanza en sus ojos lucha con la sombra de la duda que se ha convertido en nuestro huésped no invitado. Nuestra risa compartida es hueca, resuena en las paredes que una vez resonaron con la certeza de nuestra alegría. Es extraño cómo los sueños pueden deshacerse, dejándote aferrado a los extremos deshilachados, con la esperanza de tejerlos en algo nuevo. Algo lo suficientemente fuerte como para mantenernos unidos mientras todo lo demás parece desmoronarse. —¿Por qué no jugamos, antes de tener que ir a recoger los resultados? —le propongo. Así que poco más de media hora yo estaba coronándome como la ganadora. —¡Gané! —digo, golpeando el tablero de Scrabble con una fingida sensación de triunfo. —Aunque en realidad no, porque ¿cómo se puede ganar a este juego si todas las palabras que hacemos son tristes, cansadas o... taciturnas? Gabriel esboza una media sonrisa, sus dedos trazan las fichas de madera distraídamente. —Eres creativa al elegir las palabras, lo reconozco. —Ah, creatividad —, musito, apoyándome en los cojines del sofá. —Ojalá fuera tan útil en biología como en los juegos de mesa. Se me escapa un suspiro melancólico, y observo cómo sus ojos se fijan en un punto más allá de la pared, perdidos en el mundo al que no puedo llegar. —No puedo con la angustia. ¿Qué hacemos ahora? —pregunto—, ¿podemos ver una película? —Sugiero, con la esperanza de poder distraernos. —Claro —, contesta, pero hay una reticencia silenciosa en su voz que me toca la fibra sensible. El atlético cuerpo de Gabriel se mueve en el sofá, un testimonio silencioso del cansancio que se aferra a él como una sombra. Sin embargo, lo intenta por mí. Eso está claro. —¿Comedia o drama? — le pregunto, colocando el cursor entre dos opciones, como si fuera el presentador de un concurso presentando el gran premio. —Comedia —, responde al cabo de un rato, levantando las comisuras de los labios en una sonrisa genuina, aunque fugaz. Es suficiente para encender una chispa de esperanza en mí. —Es una comedia —, confirmo con un gesto de la cabeza. Pero cuando empiezan los créditos, me doy cuenta de que su mente no está en la pantalla, sino en otra parte, recorriendo el mismo laberinto de preocupaciones que nos han estado atormentando a los dos. —Hoy ha vuelto a llamar tu madre —, le digo con indiferencia, rompiendo el silencio que se había instalado entre nosotros como un huésped indeseado. Mis ojos permanecen fijos en la pantalla del televisor, fingiendo estar absorta en las travesuras de los personajes, pero soy plenamente consciente de la tensión que se apodera de él ante la mención de su madre. —¿Lo hizo? —Su tono es indiferente, pero las líneas de sus ojos se hacen más profundas, señal inequívoca de que se está preparando para lo que viene a continuación. —Sí, quería saber cuándo podría organizarnos la fiesta del bebé que lleva planeando desde que nos dimos el “sí, quiero” —. Me río, pero suena hueco, incluso para mis propios oídos. La mirada de Gabriel se separa por fin de cualquier punto invisible que haya estado estudiando y se encuentra con la mía. Hay una vulnerabilidad que hace que me duela el corazón: una mezcla de amor y algo más oscuro, un miedo que reconozco demasiado bien. —Solo quieren lo mejor para nosotros,—, murmura, con los ojos azules nublados por una tormenta de emociones de la que se esfuerza tanto por protegerme. —Claro que sí —, respondo en voz baja, apretándole la mano. —Y oye, cuando tengamos un hijo, harán el baby shower más épico del mundo. Globos, tarta, todo el techado. —Emma... —Su voz vacila, y mira hacia el reloj. —Se está acercando la hora de ir a buscar los resultados… no tardan en llamar. —Tengo miedo —, admito, las palabras me saben amargas en la lengua. —Miedo de lo que suceda, de decepcionarte. —Emma —, me interrumpe. Su mano se extiende por el tablero y roza la mía con una ternura que me dan ganas de llorar. —Nunca podrías decepcionarme. Lo sabes, ¿verdad? —Claro, pero ¿y si me decepcionas a mí? ¿O a tu madre, que probablemente ya tiene planeados los fondos para la universidad de nuestros futuros hijos? Vuelve el humor, un mecanismo de defensa tan arraigado que parece que no puedo detenerlo. —Las expectativas de Reyna no son nuestro problema —, dice con firmeza. Pero incluso mientras habla, puedo ver la tensión alrededor de sus ojos, el peso tácito del deber familiar que descansa sobre sus anchos hombros —Claro —, bromeo, forzando una risita que suena más como un sollozo estrangulado. —Le enviaremos una postal desde Villa Decepción. —Emma... El resto de la frase se pierde, ahogada por el estridente timbre del teléfono que atraviesa el aire como una campana de alarma. Nuestras cabezas se levantan al unísono, un baile sincronizado que no hemos ensayado, pero del que sabemos todos los pasos. La habitación, antes llena del traqueteo de las fichas de Scrabble y la frivolidad forzada, se queda en un silencio sepulcral. Valientemente camino al teléfono y lo atiendo. —Aló. “Señora Uzcátegui, ya el doctor tiene los resultados de sus exámenes, la está esperando”. —En veinte minutos estaremos allí —corto la llamada y mi esposo me extiende la mano. —Vamos no tardemos más —y así con las manos sudadas, el miedo anidando en nuestro pecho, y con el corazón lleno de esperanzas, caminamos a donde una vez más dictarán nuestro destino.Emma Uzcátegui. Cinco años después de aquella Navidad que reunió a nuestra familia, la vida se había transformado en algo que ni Gabriel ni yo podríamos haber imaginado. La casa estaba llena de risas, pequeños pies corriendo por todas partes y un caos hermoso que había aprendido a amar. Sandro Emmanuel, nuestro pequeño explorador, ya tenía seis años. Era una mezcla perfecta de curiosidad y travesura. Cada día encontraba algo nuevo que desmontar o investigar, siempre con preguntas que ponían a prueba nuestros conocimientos y paciencia. Pero los verdaderos protagonistas de esta nueva etapa eran los gemelos, Gabriela y Samuel. Los gemelos habían llegado hace cuatro años, cambiando nuestras vidas por completo. Gabriela, con su sonrisa traviesa y su habilidad para manipular a todos con su encanto, era una pequeña líder en potencia. Samuel, en cambio, era el tranquilo y observador, siempre atento a su hermana y al mundo que lo rodeaba. Ambos llenaban la casa de energía y ternura. San
Gabriel Uzcátegui.Un año después. Otra navidad.El sol apenas comenzaba a asomarse, lanzando rayos dorados a través de las cortinas de nuestra habitación. La suave luz iluminaba el rostro de Emma, quien seguía dormida a mi lado. Su expresión era de pura serenidad, y no pude evitar sonreír al verla así.Cuando abrió los ojos, nuestras miradas se encontraron, y un silencioso entendimiento pasó entre nosotros. No necesitábamos palabras; esta paz, esta calidez, era lo que habíamos estado buscando durante tanto tiempo.—Buenos días…— murmuró Emma con una sonrisa perezosa.—Buenos días, mi amor…— respondí, inclinándome para besar su frente.Nos quedamos así un momento, disfrutando de la tranquilidad antes de que el día comenzara.En el salón, el aroma del pino fresco llenaba el aire. Sandro Emmanuel, con su pequeño pijama decorado con renos, estaba sentado frente al árbol de Navidad al lado de su hermana mayor. Sus manitas curiosas intentaban alcanzar los adornos más bajos, que habíamos c
Gabriel Uzcátegui.El sonido del timbre rompió la tranquilidad de nuestra mañana. Me quedé congelado por un momento, deseando que el timbre no despertara a Sandro, a quien acababa de dormir y lo hacía pacíficamente. Emma, que estaba en la cocina preparando el desayuno, levantó la cabeza con curiosidad.—¿Esperas a alguien? —preguntó.Negué con la cabeza, dejando la taza de café a medio beber. Caminé hacia la puerta, mis pasos acompasados por la incertidumbre. No esperaba visitas y, sinceramente, tampoco las quería.Cuando abrí, el aire helado me golpeó antes de que pudiera procesar lo que estaba viendo. Allí, de pie en el umbral, estaban Reina y Gregorio, mis padres. Mi primer instinto fue cerrar la puerta. El resentimiento se alzó como una barrera, por lo ocurrido meses atrás. Intenté cerrar la puerta, pero Reina extendió la mano, deteniendo la puerta antes de que pudiera cerrarla.—Gabriel, por favor…—dijo con una voz que no había escuchado antes, suave, casi suplicante.—No creo
Gabriel Uzcátegui.La felicidad de llevar a Emma y a nuestro pequeño Sandro Gabriel a casa fue efímera. No porque no estuviera emocionado, sino porque la realidad de lidiar con un recién nacido golpeó con la fuerza de un huracán. Sandro comía cada dos horas, sin importarle la hora del día, si no habíamos dormido en las últimas veinticuatro horas. Veía a Emma, intentaba mantenerse firme, pero estaba agotada. Las primeras dos semanas fueron un torbellino de llantos, no solo del bebé, sino también de ella. Su madre, que había estado con nosotros los primeros días, tuvo que marcharse, y con su partida, Emma quedó enfrentando sola el peso de la maternidad reciente.Una noche, después de ver a Emma llorar por no poder calmar al bebé, me di cuenta de que algo tenía que cambiar. La amaba demasiado para verla desmoronarse de esa manera.Así que decidí tomar el control de las noches. Sin decirle nada, empecé a levantarme cada dos horas para alimentar a Sandro y calmarlo. Hacía que pareciera
Gabriel Uzcátegui.La sala de partos era un caos ordenado. Un oxímoron, sí, pero no había mejor forma de describir el flujo constante de enfermeras moviéndose con propósito mientras Emma permanecía en la cama. Yo, en cambio, me sentía como un intruso con bata. Estaba ahí no solo porque quisiera acompañarla, sino porque también Emma quería que estuviera, pero una pequeña voz en mi cabeza seguía susurrándome que quizá debería estar esperando fuera como los esposos en las películas antiguas.Emma me miró desde la cama, sus ojos chispeando con una mezcla de determinación y dolor.—No me sueltes la mano— ordenó.—No se me ocurriría —respondí, apretando su mano con suavidad mientras intentaba no pensar en cómo la estaba aplastando cada vez que le venía una contracción¿Es posible perder la circulación en los dedos de forma permanente? Quizás debería buscarlo después en internet.El médico entró con una sonrisa profesional que no combinaba con la intensidad del momento.—Todo está progresan
Gabriel Uzcátegui.Todo pasó tan rápido que apenas podía procesarlo. Alcé a Emma en brazos mientras Sandra nos seguía, aferrando la mano de su mamá con una mezcla de curiosidad y miedo. Emma jadeaba de dolor, pero me dedicó una mirada de confianza que me ancló en el momento. Mi mente era un torbellino, pero sabía que debía mantener la calma.—¿Papá? ¿Está bien mi mamá?—preguntó Sandra, con los ojos enormes y llenos de incertidumbre.Después de subir a Emma en el coche, y antes de ayudarla a ella también a subir, me agaché a su altura.—Todo está bien, mi amor. Tu mami no se orinó, es solo que tu hermanito está en camino. Vamos a llevar a tu mamá al hospital para que los doctores nos ayuden a sacar al bebé.Mi voz era firme, tranquilizadora, aunque por dentro estaba nervioso. —Papá, ¿mi hermanito será un regalo para Navidad que nos trae el Niño Jesús?—Sí, mi amor, es nuestro regalo para Navidad.Sandra asintió, absorbiendo mis palabras con una seriedad que me conmovió. Ella subió al
Último capítulo