Las palabras de Madison retumbaban en mi mente como el golpe seco de un tambor. No era mi tipo de mujer, pero desde el primer encuentro, algo en mí cambió. Ella redefinió mis gustos, mis deseos.
Al cerrar la puerta de la mansión con tanta fuerza, temí que los pasadores cedieran. Regresé al sillón con calma, tomando mi café, seguro de que Madison no tenía adónde ir. Pronto volvería.
Sin embargo, una intuición me sacó de mi tranquilidad. Me levanté de un salto y corrí hacia el auto, arrancando con urgencia. Tal como lo imaginé, no había llegado lejos: caminaba por la salida del condominio. Los vidrios polarizados del deportivo me permitieron seguirla sin ser visto.
No supe cuánto tiempo vagó, ni en qué pensaba. Las horas se arrastraban y ella, terca, no pidió ayuda. Finalmente, la vi desplomarse en un muro, agotada, la cabeza entre las rodillas. Era obvio que no tenía rumbo.
Observé cómo su orgullo se quebraba, dejando al descubierto su fragilidad. Algo en eso me estremeció. Aparqué una