La primera noche en la mansión de Maximiliano fue una tortura. El insomnio se apoderó de mí, alimentado por la extravagancia del lugar, el silencio opresivo y, sobre todo, el peso del contrato matrimonial que había firmado. Cada pensamiento sobre él me erizaba la piel.
No lo conocía. Solo lo había visto un par de veces, y sin embargo, impulsada por el deseo de venganza contra mi ex, estaba a punto de enredarme en una locura. ¿Quién era Maximiliano en realidad? ¿Un empresario respetable o un psicópata oculto tras esa fachada impecable? Lo único claro era su magnetismo: alto, atractivo, con una presencia que vibraba en el aire y una personalidad tan intrigante que me desarmaba.
Decidí salir de la habitación, abrumada por la claustrofobia. La mansión estaba sumida en la oscuridad, sin un interruptor a la vista. Con la linterna del teléfono titilando en mi mano, bajé las escaleras con cautela, el frío cortándome la piel. Mi pijama—un short ajustado y un top—era ridículamente insuficiente.