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Capítulo 2 . El sueño prohibido

El hallazgo ocurrió en el desván, entre cajas de semillas vencidas, retratos amarillentos y el eco polvoriento del tiempo detenido. Patricia subía cada semana en busca de algo, nunca sabía qué, como si entre las sombras del pasado pudiera encontrar una llave para el futuro. Ese día, mientras apartaba una cesta de lana sin hilar, sus dedos rozaron el lomo áspero de una revista extranjera, olvidada quizás por algún pariente que alguna vez viajó más allá de la frontera.

La portada estaba descolorida, los bordes mordidos por la humedad, pero aún legible: World Universities Review, 1987. En la imagen, un edificio de ladrillo rojo, imponente y sereno, con arcos que parecían abrazar siglos de pensamiento. Bajo él, en letras doradas apenas perceptibles, una palabra: Harvard.

Patricia se sentó sobre un baúl de madera y abrió la revista con la delicadeza con que se despliega una carta de amor. Las páginas crujieron como hojas secas, pero las imágenes brillaban con vida propia. Fotografías de bibliotecas infinitas, salas de lectura donde el silencio parecía tallado en mármol, estudiantes caminando bajo árboles centenarios con libros bajo el brazo como si fueran espadas. Leyó sobre premios Nobel que habían estudiado allí, sobre descubrimientos que cambiaron el curso de la humanidad, sobre debates que se libraban no con puños, sino con ideas.

Una frase la detuvo en seco: “Harvard no forma empleados. Forma visionarios.”

Se quedó inmóvil, con la respiración suspendida. Visionarios. No campesinos. No esposas. No hijas que heredan el yugo de la tierra. Visionarios. La palabra resonó en su interior como una campana que despertaba ecos dormidos. Por primera vez, sintió que su hambre de saber no era una rareza, sino una señal. Que sus noches en vela con Sócrates y Newton no eran escapismo, sino preparación.

Desde ese momento, Harvard dejó de ser un nombre en una revista. Se convirtió en un faro. En un destino posible.

Durante las semanas siguientes, Patricia leyó y releyó aquel artículo hasta memorizarlo. Lo escondía bajo el colchón de paja de su cama, envuelto en un paño limpio, como si fuera una reliquia sagrada. Por las noches, cuando la casa dormía y solo el viento susurraba entre los álamos, encendía una vela y estudiaba con una intensidad que rozaba la devoción. No solo repasaba lo que ya sabía; buscaba en sus apuntes viejos, en los manuales escolares, en los fragmentos de ensayos que copiaba a mano, cualquier conocimiento que la acercara, aunque fuera un milímetro, a ese mundo.

Soñaba despierta. Se imaginaba cruzando el patio de Harvard Yard con una bata académica, entrando a la Biblioteca Widener como quien entra a una catedral, discutiendo teorías en aulas donde las paredes habían escuchado a Emerson y a Einstein. En sus fantasías, nadie le preguntaba si sabía ordeñar vacas. Le preguntaban qué pensaba del tiempo, de la justicia, del origen del universo.

Pero al alba, el sueño se desvanecía como el rocío. Volvía a ser Patricia de la aldea, hija de Dimitar, hermana de Iván, chica bonita que algún día se casaría con un buen hombre del lugar. Y aunque nadie le había dicho explícitamente que sus sueños eran absurdos, bastaba una mirada, un silencio, un “¿otra vez leyendo?” para que supiera que su anhelo era, en los ojos de los demás, una extravagancia.

Solo Iván no la juzgaba.

Una tarde, mientras reparaban una cerca rota, él la sorprendió.

—¿Sigues pensando en ese lugar? —preguntó, clavando una estaca con fuerza.

Patricia se tensó. No había mencionado Harvard a nadie. Pero Iván la conocía mejor que nadie.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque miras al horizonte como si allí hubiera una puerta invisible —dijo, sin mirarla—. Y porque tus libros ya no son solo lectura. Son mapas.

Ella bajó la vista, avergonzada y aliviada al mismo tiempo.

—Es ridículo, ¿verdad? Una campesina soñando con Harvard…

—No es ridículo —la interrumpió—. Es peligroso.

—¿Peligroso?

—Sí. Porque una vez que ves más allá de tu cerca, ya no puedes fingir que no existe el mundo. Y eso duele. Duele mucho si no puedes ir.

Patricia guardó silencio. Nunca había pensado en su sueño como algo doloroso. Pero Iván tenía razón. Cada página leída era un paso fuera de su vida, y cada paso la alejaba un poco más de quienes amaba.

—¿Tú qué harías? —preguntó ella.

—Yo me quedaría —respondió sin dudar—. Porque mi corazón está aquí, en esta tierra, en esta familia. Pero tú… tú tienes el alma en otro sitio. Y eso no es traición, Patricia. Es destino.

Ella lo miró, con los ojos brillantes. Iván nunca le había hablado así. Nunca le había dado permiso para desear algo distinto.

—¿Crees que podría…?

—No sé si podrías —dijo él, con honestidad—. Pero sé que deberías intentarlo. Aunque duela. Aunque fallezcas. Porque si no lo intentas, vivirás toda tu vida preguntándote: ¿y si…?

Esa noche, Patricia escribió por primera vez en su diario algo que nunca había osado formular en palabras:

 Quiero ir a Harvard.

No “me gustaría”. No “algún día”. Quiero. Con la fuerza de un juramento.

Pero al día siguiente, durante la cena, la realidad la golpeó con crudeza.

Su madre sirvió la sopa de col y patata, y comentó, como al pasar:

—Los Petrov estuvieron hoy en la feria. Su hijo preguntó por ti. Dice que te vio en la iglesia y que te encuentra muy hermosa.

Patricia sintió que el aire se le escapaba del pecho.

—Es un buen partido —añadió Dimitar, sin levantar la vista del plato—. Tiene tierra, dos caballos y ya construyó la mitad de su casa. No encontrarás mejor.

—Tengo veinte años, no cuarenta —murmuró Patricia, con más firmeza de la que pretendía.

—A los veinte, tu madre ya estaba casada y esperando a Iván —dijo su padre, esta vez mirándola—. El tiempo no espera, hija. Y los sueños… los sueños no alimentan a los hijos.

—Pero los sueños dan sentido a la vida —replicó ella, con la voz temblorosa.

—El sentido de la vida es trabajar, criar, honrar a tus muertos y cuidar a los vivos —sentenció Dimitar—. Lo demás es humo.

Patricia bajó la cabeza. No discutió. Sabía que en ese terreno, no tenía aliados. Su madre asintió en silencio, con una tristeza resignada en los ojos. Para ellos, Harvard no era un sueño. Era una traición disfrazada de ambición.

Más tarde, en la oscuridad de su cuarto, Patricia abrazó la revista como si fuera un talismán. Las lágrimas cayeron sobre la imagen del edificio de ladrillo rojo, borrando ligeramente las letras doradas. Pero no las borraron del todo. Porque el sueño, una vez nacido, no se apaga con lágrimas ni con silencios.

Los días siguientes transcurrieron en una tensión sorda. Patricia cumplía con sus tareas con la misma eficiencia de siempre, pero ahora había una distancia en su mirada, una ausencia que no pasaba desapercibida. Sus padres intercambiaban miradas preocupadas. ¿Estaba enferma? ¿Enamorada de alguien inadecuado? Nunca imaginaron que el enemigo no era un hombre, sino una idea.

Una tarde, mientras colgaba la ropa al sol, su madre se le acercó.

—Hija… ¿qué te pasa?

Patricia se detuvo, con una sábana mojada en las manos.

—Nada, mama.

—No es nada. Te veo… lejos.

—Es que… —vaciló—. A veces pienso que hay más allá de estos campos.

—Claro que hay —dijo su madre, con dulzura—. Hay otros campos, otros pueblos, otras familias. Pero el corazón siempre vuelve a casa.

—¿Y si mi corazón no quiere quedarse?

Su madre la miró con ojos que habían visto demasiadas primaveras marchitarse sin florecer.

—Entonces sufrirás. Porque el que se va, siempre lleva una parte rota dentro. Y el que se queda, siempre espera.

Patricia no supo qué responder. Solo abrazó a su madre, sintiendo el olor a pan y a tierra que siempre la había consolado… y que ahora le dolía como una despedida anticipada.

Esa noche, Iván la encontró sentada en el umbral, mirando las estrellas.

—¿Sigues pensando en irte?

—No sé si puedo —dijo ella—. Pero sé que si no lo intento, me moriré por dentro.

—Entonces intenta —dijo él, sentándose a su lado—. Y si fallas, regresa. Esta casa siempre será tu refugio. Pero no dejes que el miedo decida por ti.

Patricia apoyó la cabeza en su hombro. En el silencio de la noche búlgara, entre el canto de los grillos y el susurro del viento en los trigales, tomó una decisión.

No diría nada aún. No pediría permiso. Pero buscaría una forma. Una beca, un concurso, una oportunidad. Porque Harvard ya no era solo un nombre en una revista. Era su norte. Su prueba. Su juego muy serio.

Y en ese instante, bajo un cielo infinito, Patricia comprendió algo fundamental: los sueños prohibidos son los únicos que valen la pena perseguir. 

Porque si no te cuesta algo, no es un sueño. 

Es solo un deseo. 

Y ella no quería desear. 

Quería conquistar.

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