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Capítulo 3. La carta del destino

El viento de abril barría los caminos de la aldea con una impaciencia primaveral, arrastrando pétalos de ciruelo y el polvo dorado de los campos recién arados. Patricia caminaba de regreso de la fuente con dos cántaros de agua colgando de una vara sobre sus hombros, el peso familiar que marcaba el ritmo de sus días. No pensaba en nada en particular, o más bien, pensaba en todo y en nada a la vez, cuando vio a lo lejos la figura menuda y erguida de la señora Velkova, envuelta en su chal de lana gris, esperándola junto al puente de piedra.

El corazón le dio un vuelco.

La señora Velkova no salía de su casa desde que se jubiló, cinco años atrás. Había sido maestra de escuela durante cuarenta años, la única en la región que poseía títulos universitarios y hablaba tres idiomas. A sus ojos severos y su voz firme, muchos niños debían su primer acercamiento a la gramática, la historia o el álgebra. Pero para Patricia, la señora Velkova había sido algo más: la primera persona que le dijo, sin ambigüedades, que su mente valía tanto como su belleza, y que su lugar no estaba solo en la cocina o el establo, sino también en las aulas del mundo.

—Patricia —dijo la anciana cuando estuvo a pocos pasos, con una sonrisa que rara vez adornaba su rostro—. Deja esos cántaros. Tengo algo que no puede esperar.

Patricia obedeció, apoyando la vara contra el tronco de un álamo. Notó que la maestra llevaba una carpeta de cuero gastado bajo el brazo, atada con una cinta negra. Algo oficial. Algo importante.

—¿Qué sucede, señora?

—Ven conmigo —respondió la mujer, dándose la vuelta sin más explicaciones.

Caminaron en silencio por el sendero que llevaba a la casa de la maestra, una vivienda modesta pero impecable, con geranios en las ventanas y estantes repletos de libros que parecían respirar sabiduría. Una vez dentro, la señora Velkova cerró la puerta con cuidado, como si lo que iba a decir pudiera escaparse por las rendijas.

—Siéntate —ordenó, señalando una silla de madera junto a la mesa—. Y escucha bien.

Patricia se sentó, con las manos entrelazadas sobre el regazo, el pulso acelerado. No recordaba haber estado tan nerviosa desde el día en que presentó su examen final de bachillerato.

La maestra abrió la carpeta y extrajo un sobre de papel grueso, con membrete en inglés y un sello oficial que lucía una bandera estadounidense entrelazada con un libro abierto.

—Hace meses —comenzó—, escribí a una antigua colega que trabaja en un programa de intercambio académico entre Europa del Este y universidades de Estados Unidos. Le hablé de ti. De tus calificaciones. De tu curiosidad. De tu… hambre.

Patricia abrió los ojos como platos.

—¿De mí?

—Sí. Porque sabía que si no lo hacía, nadie lo haría. Tu aldea no tiene ojos para ver lo que tú vales. Pero yo sí los tengo.

Con manos temblorosas, aunque fingiera lo contrario, la señora Velkova deslizó un documento sobre la mesa.

—Este es un programa de movilidad para estudiantes excepcionales de países en transición. Ofrece un año de estudios en Boston, en la Northeastern University, con beca completa: matrícula, alojamiento, manutención. Incluso un estipendio para gastos menores.

Patricia miró el papel como si fuera un pergamino mágico. Las palabras bailaban ante sus ojos: Ciencias de los Materiales. Duración: 12 meses. Requisitos: excelencia académica, dominio básico del inglés, motivación comprobable. 

—Pero… ¿por qué yo?

—Porque eres la única en cien kilómetros a la redonda que ha leído a Kant y aún se atreve a preguntarse si tiene razón —dijo la maestra con sequedad—. Porque mientras otros sueñan con bodas, tú sueñas con bibliotecas. Y porque, si no te dan esta oportunidad, el mundo perderá una mente que merece brillar.

Patricia sintió que las lágrimas le quemaban los ojos, pero parpadeó con fuerza. No quería llorar. No aún.

—¿Y si mis padres no me dejan ir?

—Eso —dijo la señora Velkova, con una mirada que atravesaba el alma— es algo que tendrás que resolver tú sola. Pero antes, debes postularte. Y para eso, hay formularios. Cartas de motivación. Referencias. Todo debe estar listo en tres semanas.

—Tres semanas… —repitió Patricia, como si el tiempo fuera una criatura viva que ya corría en su contra.

—Sí. Y no puedes decirle a nadie. No todavía. Porque si lo haces, el miedo de los demás se convertirá en tu prisión.

Patricia asintió. Comprendía. En su aldea, irse era visto como una traición. Como un rechazo a las raíces, a la familia, a la tierra que te dio de comer. Si sus padres se enteraban antes de que hubiera una posibilidad real, la detendrían con argumentos de amor que sonarían como cadenas.

—Te daré todo lo que necesitas —continuó la maestra—. Mi máquina de escribir. Mis diccionarios. Mi silencio. Pero tú debes escribir con tu propia voz. No con la de una campesina que pide permiso, sino con la de una mujer que exige su lugar.

Durante las siguientes noches, Patricia se convirtió en una sombra nocturna. Terminaba sus labores al atardecer, cenaba en silencio, y luego, fingiendo cansancio, se encerraba en su cuarto. Pero en cuanto la casa se sumía en el sueño, salía sigilosamente por la ventana trasera y cruzaba el huerto hasta la casa de la señora Velkova.

Allí, bajo la tenue luz de una lámpara de queroseno, escribía.

Primero, la carta de motivación. Borra y escribe. Borra y escribe. Quería sonar inteligente, pero no arrogante; humilde, pero no sumisa; apasionada, pero no ingenua. La maestra leía cada versión con ojos de cirujano.

—Demasiado formal —decía—. Suena como si estuvieras pidiendo limosna. No lo hagas. Estás ofreciendo tu mente. Eso tiene valor.

Otras veces:

—Aquí dices que “sueñas con Harvard”. Borra eso. Di que “aspiras a contribuir al conocimiento humano desde las fronteras del saber”. Los sueños son para poetas. Las becas, para estrategas.

Patricia aprendió a pulir sus palabras como quien afila una espada. Cada frase debía ser precisa, contundente, auténtica.

Luego vinieron los formularios: datos personales, historial académico, listado de lecturas, descripción de habilidades. Mentiría si dijera que no sintió vergüenza al escribir que su “laboratorio” era la cocina de su casa, donde mezclaba hierbas para remedios, o que su “experiencia en investigación” consistía en observar el crecimiento de las plantas bajo distintas condiciones climáticas. Pero la señora Velkova le dijo:

—La ciencia no nace en los laboratorios. Nace en la curiosidad. Y tú tienes más curiosidad que muchos con batas blancas.

También debía conseguir una carta de referencia. La maestra se encargó de eso, escribiendo con una caligrafía firme y elegante, sin adulaciones, solo hechos: “Patricia posee una disciplina intelectual rara en su generación. Lee filosofía como otros leen novelas románticas. Cuestiona todo. Incluida la autoridad. Es, en resumen, exactamente el tipo de estudiante que el mundo necesita.”

Una noche, mientras rellenaba la sección de “Objetivos a largo plazo”, Patricia se detuvo. La pluma se quedó suspendida sobre el papel. ¿Qué debía escribir? ¿Que quería ser científica? ¿Abogada? ¿Profesora? No lo sabía con certeza. Solo sabía que quería entender. Entender el mundo, las leyes que lo gobiernan, las injusticias que lo deforman, las bellezas que lo redimen.

Finalmente escribió:

 “Deseo adquirir herramientas intelectuales que me permitan no solo comprender el mundo, sino transformarlo. Creo que el conocimiento, cuando se pone al servicio de la humanidad, es la forma más alta de justicia.”

La señora Velkova leyó la frase en silencio. Luego asintió, una sola vez, con una expresión que Patricia nunca olvidaría: era orgullo, mezclado con tristeza.

—Esa —dijo— es la voz que deben escuchar.

El día que sellaron el sobre y lo enviaron por correo certificado a la embajada estadounidense en Sofía, llovió. Una lluvia suave, casi benévola, como si el cielo bendijera el gesto. Patricia caminó de regreso a casa con el alma en vilo. Había lanzado una botella al mar, sin saber si alguien la encontraría… o si, al encontrarla, decidiría responder.

Durante las semanas siguientes, fingió normalidad. Ordeñaba vacas, recogía huevos, ayudaba a su madre a hilar lana. Pero cada vez que el cartero pasaba por la aldea, su corazón se detenía. Miraba desde la ventana, conteniendo la respiración, hasta que el hombre seguía de largo.

Sus padres notaron su inquietud.

—¿Estás enferma? —preguntó su madre una mañana.

—No, mama. Solo… cansada.

Pero no era cansancio. Era espera. Era la tensión de quien ha apostado todo en una jugada y aún no sabe si ganará o perderá.

Iván, por su parte, intuyó algo. Una tarde, mientras reparaban el techo del granero, le dijo:

—Si te vas, no me digas adiós. Dime “hasta luego”. Porque sé que volverás.

Patricia no respondió. No podía prometer lo que ni siquiera sabía si le sería permitido.

La respuesta llegó un viernes al atardecer.

El cartero, esta vez, se detuvo frente a la casa de la señora Velkova. Patricia lo vio desde el campo. Dejó caer la azada y corrió como nunca antes, con el corazón golpeándole las costillas.

La maestra ya tenía el sobre en las manos cuando Patricia entró sin llamar.

—¿Y bien? —jadeó, sin aliento.

La anciana la miró fijamente. Luego, con una lentitud casi cruel, rasgó el sobre.

Leyó en silencio. Sus ojos recorrieron las líneas una y otra vez. Patricia no se atrevió a respirar.

Finalmente, la señora Velkova levantó la vista.

—Te han aceptado.

Patricia sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Las lágrimas brotaron sin permiso, cálidas y liberadoras. Se cubrió el rostro con las manos, temblando.

—¿De verdad?

—De verdad —dijo la maestra, con una voz que por primera vez sonaba emocionada—. Te esperan en Boston. El 15 de agosto.

Patricia miró por la ventana. Más allá de los campos, más allá de los montes, más allá de todo lo que conocía, un nuevo mundo la llamaba. Y esta vez, no era un sueño en una revista vieja. Era una carta. Un destino escrito en tinta y sellos oficiales.

Pero con la alegría vino el miedo. Porque ahora, el verdadero desafío no era postularse. 

Era convencer a quienes la amaban que dejarla ir no era perderla… sino permitirle volar.

Y eso, sabía, sería la etapa más difícil de todas.

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