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Un juego muy serio
Un juego muy serio
Por: ironhayes
Capítulo 1. El amanecer en los campos

El primer rayo de sol no entró por una ventana, ni se coló entre cortinas de encaje. Llegó directo, crudo y dorado, sobre el lomo húmedo de una vaca que mugía suavemente en el establo. Y allí, arrodillada en la paja fresca, con las manos sumergidas en la tibieza de la leche recién ordeñada, estaba Patricia.

Tenía veinte años, pero sus ojos, verdes como el trigo joven, con destellos de miel bajo la luz del alba, guardaban una quietud que parecía más antigua que los montes Ródope que rodeaban su aldea. Su cabello castaño, recogido en una trenza gruesa y desordenada, escapaba en mechones rebeldes que el viento matutino acariciaba con familiaridad. No usaba maquillaje, ni joyas, ni siquiera un reloj. Su piel, bronceada por el sol de los campos, tenía las primeras marcas del trabajo: callos en las palmas, arañazos en los antebrazos, polvo de tierra en las rodillas. Y aun así, había en ella una belleza que no pasaba desapercibida ni para Iván, su hermano mayor, ni para los vecinos que la veían cruzar el pueblo con un balde en cada mano.

—¡Patricia! —gritó su madre desde la puerta de la casa de madera—. ¡Los huevos no se recogen solos!

—¡Ya voy, mama! —respondió ella, sin alzar la voz, pero con una sonrisa que iluminó su rostro más que el sol.

Se levantó con agilidad, vertió la leche en el cántaro de cerámica y se limpió las manos en el delantal desteñido. Caminó hacia el gallinero con paso firme, los pies descalzos sobre la tierra aún fresca del rocío. Cada mañana era igual, y cada mañana, distinta. Porque aunque las tareas no cambiaban, ordeñar, recoger huevos, alimentar a los caballos, barrer el patio, preparar el desayuno, Patricia encontraba en ellas un ritmo casi sagrado, como si el campo le susurrara secretos que nadie más escuchaba.

Su padre, Dimitar, ya estaba en el huerto, removiendo la tierra con una azada que parecía extensión de su propio brazo. Hombre de pocas palabras y manos enormes, llevaba décadas cultivando esa tierra, igual que su padre antes que él, y el padre de su padre. Para Dimitar, la vida no era una pregunta, sino una certeza: sembrar, cosechar, criar, morir. Y esperaba que su hija siguiera ese camino, aunque ya notaba en ella una inquietud que no comprendía del todo.

—¿Leíste otra vez hasta tarde? —le preguntó cuando Patricia le entregó un cesto con los huevos recién recogidos.

Ella asintió, evitando su mirada.

—Sólo un rato, tata.

—Los libros no ordeñan vacas, hija.

—No, pero enseñan a entender por qué las vacas dan leche —respondió con suavidad, sin desafío, pero con una firmeza que lo hizo sonreír.

Dimitar no discutió. Sabía que su hija era distinta. Desde niña, en lugar de jugar con muñecas, se sentaba bajo el manzano con un cuaderno, dibujando mapas imaginarios o copiando frases de los pocos libros que llegaban a la aldea. Cuando cumplió quince, ya había leído todo lo que la biblioteca municipal, una habitación polvorienta con estantes torcidos, tenía para ofrecer. Y cuando terminó el bachillerato con las mejores calificaciones del distrito, los maestros le dijeron a sus padres: “Esta chica no debería quedarse aquí. Tiene cabeza para volar”.

Pero volar no era una opción en una familia donde cada par de manos contaba. Y Patricia, por más que soñara con cielos lejanos, nunca se quejó. Trabajaba con devoción, como si cada tarea fuera un acto de amor hacia quienes la habían criado.

Después del desayuno, pan recién horneado, queso de cabra, miel silvestre y un té fuerte de hierbas, Patricia se encargó de cepillar a Boryana, su yegua. Era un animal viejo, de crines canosas y mirada tranquila, que parecía entender cada gesto de su dueña. Mientras cepillaba su lomo, Patricia murmuraba en voz baja fragmentos de lo que había leído la noche anterior: algo sobre la Revolución Francesa, o sobre los átomos, o sobre Sócrates. Boryana relinchaba suavemente, como si también escuchara.

—Algún día te llevaré a ver el mar, vieja amiga —le decía Patricia, acariciándole el cuello—. No el mar que está al este, que ya conoces… sino el que está al otro lado del mundo. Donde las bibliotecas tienen más libros que estrellas en el cielo.

Iván, que pasaba con un haz de leña al hombro, se detuvo y la miró con una mezcla de ternura y preocupación.

—¿Otra vez con esas fantasías, hermanita?

—No son fantasías —dijo ella, sin mirarlo—. Son posibilidades.

—Las posibilidades no siembran trigo.

—Pero construyen puentes sobre los ríos que no podemos cruzar a pie.

Iván suspiró. Él, a sus veintidós años, ya había aceptado su destino: casarse con la hija del molinero, tener hijos, cuidar la granja. Pero en Patricia veía algo que él nunca tuvo: una chispa que no se apagaba, ni siquiera en los días más grises del invierno.

—Mama y tata no te dejarán ir —dijo en voz baja.

—No les he pedido ir —respondió ella, aunque ambos sabían que mentía.

La jornada continuó: reparar una cerca rota, regar las hortalizas, ayudar a su madre a hilar lana. Al mediodía, comieron en silencio bajo la parra, el calor del sol amortiguado por la sombra generosa de las hojas. Patricia apenas tocó su plato. Tenía la mente en otro lugar. En una frase que había leído días atrás: “La educación es el pasaporte hacia el futuro”. Y se preguntaba: ¿quién sella ese pasaporte? ¿El destino? ¿El coraje? ¿O simplemente la suerte?

Al atardecer, cuando el cielo se tiñó de naranja y púrpura, Patricia se sentó en el banco de madera frente a la casa, con un libro abierto sobre las rodillas. Era un ejemplar desgastado de Historia Universal, prestado por su antigua maestra. Las páginas olían a humedad y a tiempo. Mientras leía sobre las universidades de Oxford y París, sus ojos se perdían en el horizonte, más allá de los campos, más allá de las colinas, más allá de Bulgaria.

No era que despreciara su vida. Amaba el olor de la tierra mojada, el canto de los grillos al anochecer, la risa grave de su padre cuando contaba historias junto al fuego. Pero también sentía, con una claridad que a veces la asustaba, que había nacido en el lugar equivocado… o en el momento equivocado. O quizás no: quizás había nacido exactamente donde debía, para aprender a valorar lo esencial… antes de buscar lo extraordinario.

Su madre la observó desde la ventana de la cocina. Vio cómo su hija, con la luz dorada acariciando su perfil, parecía ausente del mundo, como si ya hubiera emprendido un viaje que nadie más podía ver.

—Se casará pronto —dijo Dimitar, acercándose con una taza de té en la mano.

—¿Con quién? —preguntó su esposa, con una sonrisa triste.

—Con el hijo de los Petrov. Es buen muchacho. Tiene tierra.

—Ella no quiere tierra, Dimitar. Quiere… no sé qué quiere. Pero no es esto.

Callaron. Porque ambos sabían que el corazón de Patricia no latía al ritmo del campo. Latía al ritmo de las preguntas sin respuesta, de los sueños sin nombre, de los libros que prometían mundos más allá del suyo.

Y mientras el sol se hundía tras los montes, Patricia cerró el libro, lo apretó contra su pecho y susurró, casi como una oración:

—Algún día, no seré solo la hija del granjero. Seré… algo más.

No sabía qué. Pero sabía que estaba dispuesta a jugar ese partido. 

Aunque nadie le hubiera explicado aún las reglas. 

Aunque la cancha fuera infinita. 

Aunque el juego, en el fondo, fuera muy, muy serio.

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