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Capítulo 8. La vida en Northeastern

El amanecer en Boston era una pálida promesa velada por la niebla invernal cuando Patricia salió de la casa de los Dalton, envuelta en su abrigo búlgaro y con la mochila al hombro. En su interior llevaba el cuaderno nuevo de Iván, una pluma de tinta azul, el medallón de San Cirilo, escondido bajo la ropa, como un talismán, y un nudo en el estómago que no había logrado deshacerse ni con el té caliente de Eleanor.

Hoy continuaba con sus clases en Northeastern University. Era el comienzo real del programa que la había traído desde los campos de los Ródope hasta esta ciudad de ladrillo y acero. Ciencia de los Materiales. Doce meses. Una oportunidad que, si fracasaba, no se repetiría.

Caminó con paso firme, aunque cada latido de su corazón resonara como un tambor de advertencia. Las calles estaban semivacías, salpicadas por estudiantes que avanzaban con la cabeza gacha, auriculares en los oídos, mochilas repletas de futuros inciertos. Nadie la miraba. Nadie la veía. Y en ese anonimato, Patricia encontró un extraño alivio: aquí, al menos, no era “la hija de Dimitar” ni “la chica que se fue”. Era solo una más. Invisible. Segura.

Al cruzar las puertas de la universidad, sin embargo, esa sensación se desvaneció.

Northeastern no era un edificio; era un ecosistema. Un mundo dentro de otro, con sus propias leyes, jerarquías, lenguajes. Los pasillos olían a tiza, café barato y ambición recién impresa. En las paredes, carteles anunciaban conferencias de premios Nobel, ferias de empleo en Silicon Valley, becas para Oxford. Todo parecía gritar: Aquí se forjan los que cambiarán el mundo.

Patricia se detuvo frente al tablero de anuncios, buscando el aula 304. Su clase. Introduction to Materials Science. El nombre le había parecido poético en Bulgaria. Ahora, le sonaba como una sentencia.

Subió las escaleras con las piernas temblorosas. Al llegar al tercer piso, vio a un grupo de estudiantes reunidos frente a la puerta. Reían con facilidad, intercambiaban apuntes, citaban fórmulas como si fueran refranes populares. Uno de ellos, con gafas gruesas y una camiseta que decía “I ♥ Quantum Mechanics”, explicaba con entusiasmo la estructura cristalina del grafeno.

Patricia se quedó atrás, pegada a la pared, como si su presencia pudiera contaminar la pureza de aquel ambiente. Su ropa, sencilla, rural, hecha para durar, no para impresionar, contrastaba con las chaquetas de marca, los relojes inteligentes, las botas diseñadas en Milán. Incluso su mochila, de lona gruesa y hebillas de metal, parecía un fósil en medio de tanto tecno-lujo.

Entró al aula cuando ya casi todos estaban sentados. Escogió un pupitre al fondo, junto a la ventana, donde la luz gris del invierno se filtraba con timidez. Abrió su cuaderno, alisó la página en blanco con la palma de la mano y esperó.

El profesor llegó cinco minutos después. Alto, canoso, con una bata blanca que parecía salida de un laboratorio del MIT, se presentó como el doctor Leonard Hayes. Su voz era grave, precisa, sin florituras. Hablaba como si cada palabra tuviera un peso atómico exacto.

—Bienvenidos —dijo, sin sonreír—. Aquí no estudiamos materiales. Los interrogamos. Los desafiamos. Los obligamos a revelar sus secretos. Si buscan recetas, están en la cocina equivocada.

Risas ahogadas. Patricia no sonreía. Tomó nota: Interrogar, no memorizar.

La clase comenzó con una pregunta:

—¿Por qué el acero se oxida y el oro no?

Un chico del primer pupitre respondió al instante, citando potenciales electroquímicos y la serie de reactividad. El profesor asintió, satisfecho. Luego, sin previo aviso, giró y señaló a Patricia.

—Usted, al fondo. ¿Qué opina?

El aire se le escapó del pecho. Todas las miradas se clavaron en ella. Sintió el calor subirle al rostro, las palmas sudorosas, la lengua torpe. Sabía la respuesta. La había leído. La había repasado. Pero al abrir la boca, las palabras se le enredaron.

—El… el oro… es… noble —logró decir, con un acento que de pronto le pareció ridículo—. No… reacciona fácil.

El silencio que siguió fue breve, pero eterno. Alguien tosió. El profesor la miró un segundo más, luego asintió.

—Correcto. Aunque suene como poesía, no como ciencia.

Las risas esta vez fueron más audibles. Patricia bajó la vista, con los ojos ardiendo. No por la burla, que fue leve, casi imperceptible, sino por la humillación de no poder expresar lo que sabía. Su mente era clara, pero su lengua, extranjera. Y en este mundo, donde la elocuencia era poder, eso la convertía en una mendiga intelectual.

El resto de la clase transcurrió como un sueño febril. El doctor Hayes habló de redes cristalinas, defectos de Schottky, conductividad térmica. Patricia escribía furiosamente, intentando atrapar cada concepto antes de que se le escapara. Pero era como tratar de llenar un cubo agujereado. Por cada idea que comprendía, dos se le escurrían.

Al salir, no se atrevió a mirar a nadie. Caminó rápido, con la cabeza gacha, hasta que una voz la detuvo.

—Oye, ¿eres la estudiante de intercambio?

Se volvió. Era una chica de piel morena y ojos vivaces, con el pelo recogido en un moño desordenado y una bufanda tejida a mano que le recordó a la de su madre.

—Sí —respondió Patricia, con cautela.

—Soy Leila. De Marruecos. Estoy en el mismo programa, pero en ingeniería química. Vi que te tocó Hayes. Brutal, ¿verdad?

Patricia asintió, aliviada de que alguien, al menos, no la viera como una intrusa.

—Es… difícil.

—No eres la única que se siente así —dijo Leila, con una sonrisa—. La primera semana es un infierno para todos. Pero luego… te acostumbras. O te rompes.

Patricia no supo si aquello era consuelo o advertencia.

—Gracias —murmuró.

—Y no te preocupes por el acento —añadió Leila, como si le hubiera leído la mente—. Aquí, lo que importa es lo que piensas, no cómo lo dices. Aunque… —hizo una pausa cómplice—, ayuda si aprendes a sonar como si supieras lo que dices, aunque no sea cierto.

Rieron. Fue la primera risa genuina de Patricia en días.

Esa noche, en su habitación, repasó sus apuntes con una lupa mental. Subrayó términos desconocidos, buscó definiciones en el diccionario bilingüe que la señora Velkova le había regalado, reescribió frases enteras hasta que sonaron fluidas. No dormiría hasta entender cada concepto.

Mientras tanto, en la planta baja, Eleanor y Arthur conversaban en voz baja.

—¿Crees que se adaptará? —preguntó Eleanor.

—No se trata de adaptarse —respondió Arthur—. Se trata de transformarse. Y eso duele.

Al día siguiente, Patricia llegó temprano a la cafetería universitaria. Necesitaba el dinero, sí, pero también necesitaba un lugar donde nadie le pidiera que pensara en voz alta. Allí, las reglas eran simples: servir, limpiar, sonreír. No requería explicar por qué el cobre conduce la electricidad mejor que el hierro.

Mientras organizaba bandejas, observó a los estudiantes. Notó cómo se agrupaban: los de ingeniería con los de ingeniería, los de derecho con los de derecho, los atletas en una esquina, los artistas en otra. Cada tribu con su lenguaje, sus códigos, sus dioses. Y ella, sin tribu, sin código, sin dios que la protegiera.

Pero entonces vio algo que la sorprendió.

En una mesa solitaria, un chico alto, moreno, con los hombros anchos de quien carga el mundo, leía un libro de filosofía. No era un manual. Era Meditaciones, de Marco Aurelio. Patricia lo reconoció al instante. Y aunque no sabía su nombre, supo que no pertenecía del todo a ninguna de las tribus. Estaba solo, como ella. Pero no parecía sufrir por ello.

Más tarde, la señora Ruiz le dijo:

—Ese es Robert Cavanaugh. Estrella del equipo de baloncesto. Pero no te dejes engañar por los músculos. Es más listo de lo que aparenta.

Patricia asintió, sin saber que sus caminos estaban a punto de entrelazarse de la manera más inesperada.

Esa noche, escribió en su cuaderno:

 Hoy aprendí que el conocimiento no es un regalo. 

 Es una batalla. 

 Y en esta guerra, mi lengua es mi enemigo más traicionero. 

 Pero no me rendiré. 

 Porque si mis padres me dieron alas,  no fue para que me arrastrara por el suelo.

Cerró el cuaderno, apagó la luz y se acostó. Afuera, la nieve seguía cayendo, silenciosa y constante. Pero dentro de ella, algo había cambiado.

Ya no temía la clase.  La desafiaba. Porque en el fondo,  Patricia sabía que no estaba allí para competir.  Estaba allí para descubrir  que, incluso en un mundo que no la entendía,  su mente tenía derecho a brillar.

Y eso,  más que cualquier fórmula,  era la ciencia más importante de todas.

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