El amanecer en Sofía era de un gris pálido, como si la ciudad hubiera decidido vestirse de luto sin pronunciar palabra. Patricia caminaba entre sus padres por la terminal del aeropuerto, con una maleta de madera reforzada con correas de cuero y una mochila de lona colgada del hombro. En el bolsillo, el medallón de San Cirilo le rozaba la piel como un latido constante. En el corazón, una mezcla indescifrable de terror y euforia, como si llevara dentro un pájaro herido que, de pronto, intentara alzar el vuelo.
Nadie hablaba. Las palabras se habían agotado en los días previos, consumidas en abrazos torpes, consejos repetidos, miradas que decían más que mil frases. Iván los había acompañado hasta la entrada, pero allí se detuvo, con las manos en los bolsillos y la mandíbula apretada.
—No te olvides de escribir —dijo, con una voz más ronca de lo habitual.
Patricia asintió, incapaz de hablar. Se abrazaron con fuerza, como si quisieran fundirse en un solo cuerpo para no tener que separarse. Cuando se apartaron, Iván tenía los ojos húmedos, pero no lloró. Solo le entregó un pequeño cuaderno forrado en cuero.
—Para que anotes lo que veas —dijo—. Y para que, cuando dudes, recuerdes quién eres.
Ella lo guardó en su mochila, junto a las hierbas de su madre y el sobre con el dinero de su padre.
Dentro del aeropuerto, todo era ruido, luces fluorescentes y voces en idiomas que no entendía. Se sentía diminuta, como una hoja arrastrada por un río desconocido. Sus padres la guiaron con una ternura nueva, protectora, como si supieran que, a partir de ese momento, ya no podrían hacerlo.
En el control de pasaportes, Dimitar le ajustó el cuello del abrigo, un gesto tan simple y tan cargado de amor que Patricia tuvo que morderse el labio para no romper en llanto. Maria le alisó el pelo, le colocó un pañuelo limpio en la manga, por si acaso, y le susurró al oído:
—Confía en ti. Eres más fuerte de lo que crees.
Luego llegó el momento del adiós.
No en una sala de embarque elegante, sino en una puerta de salida funcional, con carteles en inglés y un reloj digital que marcaba el tiempo como un juez implacable. Patricia se volvió hacia ellos. Sus padres estaban de pie, uno junto al otro, como dos árboles que han resistido tormentas. En sus rostros ya no había oposición, ni miedo, ni duda. Solo amor. Puro, desnudo, inquebrantable.
—Volveré —dijo Patricia, con la voz temblorosa pero firme.
—Lo sabemos —respondió Dimitar.
Maria no dijo nada. Solo asintió, con una sonrisa trémula que valía más que cualquier promesa.
Se abrazaron los tres, apretados, como si quisieran sellar ese instante en la memoria para siempre. Patricia inhaló el olor a tierra, a pan recién horneado, a hogar. Luego, sin mirar atrás, cruzó la puerta.
Dentro del avión, el aire olía a plástico nuevo y café instantáneo. Se sentó junto a la ventana, como había pedido, y apretó la frente contra el cristal frío. Afuera, las luces del aeropuerto parpadeaban como luciérnagas perdidas. El motor rugió, y el aparato comenzó a rodar por la pista.
Entonces, lo vio.
En el borde del campo de aterrizaje, entre la hierba alta y el alambre de púas, un cuervo blanco, una rareza casi mítica en esas tierras alzó el vuelo justo cuando el avión despegaba. Sus alas, inmaculadas contra el cielo plomizo, se abrieron con una gracia sobrenatural. Patricia lo siguió con la mirada hasta que se perdió entre las nubes.
En su aldea, los ancianos decían que ver un cuervo blanco era señal de un destino extraordinario… o de una gran pérdida. Ella no sabía cuál de las dos profecías se cumpliría. Pero en ese instante, sintió que el pájaro era ella: rara, fuera de lugar, pero libre.
Bulgaria se desvaneció poco a poco. Primero los campos, luego los montes, después los ríos. Todo se volvió manchas verdes y marrones, luego líneas borrosas, y finalmente, solo nubes. Patricia apretó el medallón entre los dedos y cerró los ojos.
El miedo llegó como una ola fría. ¿Y si fracasaba? ¿Y si no entendía las clases? ¿Y si nadie la aceptaba? ¿Y si, al final, descubría que su sueño era una ilusión? El avión se sacudió ligeramente, y su estómago se encogió. Por un momento, deseó estar de vuelta en el establo, abrazada a Boryana, con el mundo reducido a los límites de su aldea.
Pero entonces, como un rayo de sol entre las nubes, surgió otra sensación: libertad.
No la libertad fácil de la fantasía, sino la libertad real, cruda, aterradora. La libertad de decidir, de equivocarse, de construir algo propio. Por primera vez en su vida, no era la hija de Dimitar, ni la hermana de Iván, ni la chica bonita del pueblo. Era solo Patricia. Una persona sola, con un pasaporte, un sueño y un cuaderno en blanco.
Abrió los ojos y miró por la ventana. Las nubes se extendían como un mar infinito, iluminado por el sol que ahora brillaba con fuerza. En ese momento, comprendió algo esencial: no estaba huyendo. Estaba avanzando.
Durante el vuelo, repasó mentalmente todo lo que llevaba consigo: el medallón de su bisabuelo, las hierbas de su madre, el dinero de su padre, el cuaderno de Iván, la carta de aceptación, y, sobre todo, la bendición silenciosa que sus padres le habían dado con la mirada.
No eran riquezas, pero eran tesoros. Porque le recordaban que, aunque estuviera sola, nunca lo estaría del todo.
Una azafata le ofreció una manta y una sonrisa. Patricia respondió en inglés, con una pronunciación torpe pero clara. La mujer asintió, complacida. Fue un pequeño triunfo, insignificante para otros, monumental para ella.
Más tarde, mientras comía una bandeja de comida insípida, pensó en Robert Cavanaugh, cuyo nombre había leído en el folleto de la universidad. No sabía que sus caminos se cruzarían tan pronto, ni que un simple accidente en una cafetería cambiaría el rumbo de su vida. Pero en ese momento, mientras el avión surcaba el cielo entre continentes, sintió que el destino ya estaba tejiendo hilos invisibles.
Al aterrizar en Boston, la humedad del aire la golpeó como una bofetada. Todo era distinto: los sonidos, los olores, la forma en que la gente caminaba —rápido, decidida, sin mirar atrás. Se sintió abrumada, casi asfixiada por la novedad.
Pero entonces recordó las palabras de la señora Velkova: “El mundo no te espera. Tú debes ir a buscarlo.”
Con la espalda recta y el medallón pegado al pecho, salió del aeropuerto. Allí, bajo la lluvia ligera de una tarde de agosto, la esperaba la familia Dalton, con carteles escritos a mano que decían: “Welcome, Patricia!”
La señora Dalton, una mujer de cabello canoso y ojos cálidos, la abrazó como si la conociera de toda la vida. El profesor Dalton le estrechó la mano con firmeza y le dijo:
—Estamos muy contentos de que hayas elegido venir con nosotros.
Patricia sonrió, con el corazón latiendo como un tambor.
—Gracias —dijo—. Yo también.
En el trayecto hacia la casa, miró por la ventanilla del coche. Boston se desplegaba ante sus ojos: edificios altos, calles empedradas, universidades con torres que parecían tocar el cielo. Todo era extraño, intimidante… y hermoso.
Por primera vez, permitió que la esperanza la llenara por completo.
Esa noche, en la habitación que le habían preparado, pequeña, pero con una ventana que daba al jardín, Patricia se sentó en la cama y abrió el cuaderno de Iván. En la primera página, escribió:
Hoy dejé mi tierra. No para olvidarla, sino para honrarla.
Si caigo, me levantaré con el nombre de mi aldea en los labios.
Si triunfo, lo haré con el corazón de mis padres en el pecho.
Porque no soy solo yo.
Soy todos los que creyeron en mí.
Luego, se acercó a la ventana y miró el cielo nocturno de Boston. Las estrellas eran las mismas que en Bulgaria, pero parecían brillar con una luz distinta. Más desafiante. Más prometedora.
Cerró los ojos y respiró hondo. El juego había comenzado. Y esta vez, ella estaba lista para jugar.