La carpeta, se convirtió en un símbolo de acuerdos fríos y promesas rotas, pesaba entre ellos como una barrera que ninguno estaba seguro de querer derribar.
Enrique, con el corazón acelerado, retrocedió. La imagen de su exnovia y sus intrigas cruzó su mente, pero esto era diferente, más cercano, más personal.
—No puedo hacer esto —dijo, su voz quebrándose mientras se levantaba, recogiendo su corbata y zapatos con movimientos rápidos—. Lo siento, Leonela.
Ella lo miró, sus ojos nublados por el sedante de uva fermentada, una mezcla de confusión y deseo frustrado cruzando su rostro.
—¿Enrique? —susurró, pero él ya estaba en la puerta, su figura recortada contra el marco.
—Descansa —dijo, su voz apenas audible, cargada de dolor y determinación—. Mañana volvemos a la rutina de fingir.
El chasquido de la puerta resonó como un disparo en el silencio. El anillo de la abuela de Enrique, sobre la mesita de noche, brillaba bajo la luz de la luna, un recordatorio de las promesas rotas y los s