Un sol radiante se coló por las cortinas, arrancando a Leonela de un sueño denso, como si el océano la hubiera sumergido en sus profundidades más oscuras. Parpadeó, desorientada, un dolor de cabeza martilleándole las sienes como un eco de la traición. El reloj en la mesita marcaba las 10:45 de la mañana, y el pánico la atravesó como un relámpago.
—¡Maldición! —gritó, saltando de la cama, el vestido azul medianoche arrugado a sus pies como un lienzo roto de la noche anterior.
La presentación con Samara Poett, el momento que definiría el destino del Consorcio Eras, comenzaba en quince minutos. Su cabello era un torbellino, y su mente, nublada, luchaba por aferrarse a la claridad. Era un desastre, pero el fuego en su pecho —avivado por la traición de Cassandra, la crueldad de Paul, y la chispa indomable de Enrique— no la dejaría rendirse.
En la sala de conferencias, el aire era un campo de minas, cargado de ambiciones y traiciones. Ricardo y Elena, sentados en primera fila, sus manos cri