En un rincón olvidado del estudio principal, bajo el resplandor titilante de una lámpara de araña, Leonela y Enrique libraban una batalla silenciosa contra el tiempo y sus propios secretos. La mesa entre ellos era una barrera frágil, atravesada por miradas cargadas de una intensidad que ninguno se atrevía a nombrar. Habían acordado fingir un compromiso para salvar el Consorcio Eras, la empresa de publicidad que era más un emblema de poder familiar que un simple negocio. Pero bajo la superficie, cada palabra estaba teñida de un amor que se negaban a aceptar, un fuego que ardía en silencio, amenazando con consumirlos.
Leonela tamborileaba los dedos sobre un cuaderno lleno de garabatos nerviosos, su ansiedad dibujada en líneas caóticas. Frente a ella, Enrique la observaba con una mezcla de diversión y ternura, sus ojos verdes brillando como esmeraldas bajo la luz tenue. Había algo en su postura —apoyado contra el escritorio con una seguridad casi aristocrática— que desmentía su fachada d