Los ojos de Leonela se llenaron de lágrimas, el peso del gesto cayendo sobre ella como una marea. El recuerdo de aquel día —la risa cruel de Cassandra, el chapoteo del anillo al golpear el agua, el dolor de perder un pedazo de su abuela— regresó con fuerza, pero ahora estaba transformado, suavizado por el acto silencioso a devoción de Enrique. Tomó el anillo, sus dedos rozando los de él, y el contacto envió un escalofrío por su piel, una chispa que encendió algo profundo y sin nombre.
—¿Por qué? —preguntó, su voz un susurro, las lágrimas deslizándose por sus mejillas mientras lo miraba, su corazón expuesto como nunca antes—. ¿Por qué harías esto por mí?
Enrique, con los ojos brillando, extendió la mano, su pulgar limpiando suavemente una lágrima de su mejilla.
—Porque te veo, Leonela —dijo, su voz cruda, temblando con una verdad que ya no podía ocultar—. No a la futura presidenta, no a la luchadora, sino a ti. La mujer que defiende lo que ama, que lleva el peso de su familia incluso cu