Enrique se movía entre las sombras de su rutina, entregando órdenes discretas al personal, su fachada de mesero tan cuidadosamente construida como una armadura. Apoyado contra una columna junto a la recepción, observaba el ir y venir de los huéspedes con una calma aparente que ocultaba el torbellino en su mente. Su traje oscuro, impecable como siempre, contrastaba con la tensión que apretaba sus mandíbulas.
Arnulfo, el recepcionista, ordenaba unos documentos tras el mostrador, lanzándole miradas de reojo. Conocía a Enrique desde hacía años, desde los días en que el joven heredero llegaba al hotel con su abuela, doña Gerania, y una sonrisa despreocupada. Ahora, con el peso de un legado sobre los hombros, Enrique parecía atrapado en un juego cuyas reglas no terminaba de entender.
—Todo esto por un capricho de tu abuela, ¿verdad? —dijo Arnulfo, rompiendo el silencio. Su tono era ligero, casi burlón, pero sus ojos buscaban confirmar algo más profundo—. Te dejó dicho que para quedarte con e