Cassandra, con una sonrisa venenosa que prometía sangre, asintió.
—¿Necesito repetir lo que dije? Sí, quiero que lo llames. Es mi amigo.
Arnulfo, con una chispa de rebeldía que Leonela no había notado antes, tomó el teléfono y marcó una extensión.
—Señor —dijo, su voz clara pero tensa, como un cable a punto de romperse—, aquí está Cassandra Fimbres. Quiere hablar con usted. Dice que tiene una reservación a su nombre.
Desde la oficina contigua, Enrique, con el corazón en la garganta, respondió en un tono grave y autoritario, que resonó a través del altavoz como un trueno en la tormenta.
—Póngala en el altavoz, Arnulfo.
El recepcionista obedeció, y la voz de Enrique llenó el vestíbulo, profunda, controlada, pero con un borde que hizo que Leonela se girara por la familiaridad de esa voz.
—¿Qué quiere, señorita Fimbres? —preguntó, su tono gélido, cada palabra un desafío que cortaba como hielo.
Cassandra, sorprendida por la autoridad en la voz, vaciló por un instante, su máscara de arroganc