Capítulo 19

El comedor de la casa de Leonela era un refugio, iluminado apenas por la luz mortecina de una lámpara que colgaba sobre la mesa de madera. El aroma del café frío, olvidado en una taza, impregnaba el aire. Leonela, sentada con los codos apoyados en la mesa, apretaba las sienes con las manos, como si quisiera contener el torbellino de pensamientos que la asfixiaba. Enrique me mintió, igual que Paul. No le gusto a nadie, se dijo, su voz interior cargada de un veneno que se había destilado durante años de decepciones. Sus ojos, enrojecidos por el insomnio y las lágrimas reprimidas, se perdían en la veta de la mesa, buscando respuestas que no llegaban.

Fuera, en la entrada de la casa, Enrique dudaba frente al timbre. El anillo que Leonela había arrojado con furia en el penthouse del Hotel Esmeralda pesaba en el bolsillo de su pantalón como una condena. En sus manos temblorosas, un ramo de flores blancas, fragantes y fuera de lugar, parecía más una ofrenda fúnebre que un gesto de reconcilia
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