En la sala de la casa, Marina comienza a conversar con su padre en un tono algo nervioso, como si tuviera miedo de que él supiera lo que estaba haciendo en ese preciso momento.
— Papá, qué sorpresa — dice ella.
— Hola, querida, buenos días, ¿cómo estás?
Aún eufórica por lo que estaba ocurriendo unos segundos antes, Marina responde:
— B-bien, estoy bien — su voz sale temblorosa.
— ¿Pasó algo? — pregunta José, preocupado al percibir el tono de voz de su hija.
— N-no, no pasó nada — responde ella, lanzando una mirada hacia la cocina, donde ve a Víctor parado con las manos en la cintura, mirándola con una expresión nada satisfecha. Dejándolo de lado, Marina camina hasta la terraza y se sienta en una de las sillas, buscando calmarse. — ¿Y usted, cómo está? No es común que me llame por la mañana, ya que este es el horario más ajetreado de la panadería.
— Lo sé, hija mía, pero te extraño tanto que no resistí. Cuando llamas, siempre conversas más con tu madre y parece que te olvidas de mí.
—