La puerta se cerró tras ella con un leve clic, suave, pero definitivo.
Ava recorrió con la mirada el cuarto de invitados de la mansión Miller: elegante, amplio, con cortinas de lino y sábanas de hilo egipcio.
Todo era precioso, pero era perfectamente frío.
Se sentó en el borde de la cama, sin desvestirse, con los brazos rodeando su abdomen todavía plano.
—Esto es un decorado de revista... con barrotes invisibles —susurró para sí misma.
Su celular seguía muerto. No había forma de cargarlo: el cable estaba en su departamento y, curiosamente, nadie le ofreció uno nuevo.
Intentó encender la televisión para distraerse, pero el control no respondía. Cuando se acercó a la puerta, un leve parpadeo de movimiento en el pasillo le hizo retroceder.
Una sombra se movía, discreta, justo fuera. No estaban tratando de esconder que la vigilaban.
“Esto es una locura”, pensó, sintiendo cómo la ansiedad le oprimía el pecho. “No soy una prisionera. ¿O sí?”
Lo peor era sentirse sola y deseó que Maya es