Capítulo 68

— Primero lo que urge, mi pequeña, no comas ansias, primero debemos visitar el pueblo, pensar qué hacer sobre la empresa

— La empresa, la empresa, bendito tema — lo interrumpí abrumada, pero no quería demostrar el miedo que me invadía.

— Sí, aunque quieras omitirlo, se debe hablar — intervino Lucrecia, y me sentí asediada.

— No perdamos más tiempo, debemos viajar a Godella en cuanto antes — dijo Eduardo incapaz de seguir ahondando en el tema; él me conocía bien, y sabía que me estaba empezando a incomodar y que no deseaba hablar de eso.

— Sabe si hay un vehículo que haga viajes a esta hora hacia el pueblo de Godella – me animé a preguntarle a un hombre que estaba ahí y que parecía ser buena persona, pues después de todo lo que habían estado diciendo solo quería llegar y finalmente descubrir que estaba pasando, enfrentarme a la verdad

— Sí, todavía queda una camioneta que podría hacerles el viaje — contestó mientras  con su mano llamaba a otro hombre que estaba recostado en su  vehículo. A Páter le pareció graciosa esa acción, él no estaba acostumbrado a ese ambiente, solo había viajado en sus autos de lujo y en aviones, pero la aventura que venía ahora aunque pareciera normal para Lucrecia, para Eduardo y para mí, para él se convertiría en algo divertido.

 Nos acomodamos en la parte trasera del vehículo, y nos vimos totalmente ridículos con nuestras vestiduras tan formales, que se empezaban a llenar de la suciedad que ahí había. Páter se rio al verse de esa manera, contó que cuando fue por Lucrecia, él rentó un auto y pidió a una persona que lo guiara hasta el pueblo, pues no se animaba a llegar al pueblo de esta manera.

— Pues estas son las consecuencias de haberme seguido, y ahora te toca aguantarlo, guapo, que ahora ya no hay dinero — le dijo Lucrecia burlándose

— No me importa — repuso él con seguridad, mientras la abrazaba, nosotros nos reímos.

 No había lujos ni riquezas, pero nuestro corazón estaba limpio de ataduras y rencores,  y eso era más importante que ser millonarios. Eduardo contemplaba en silencio la grandeza de los llanos en los que tantas veces corrimos, y admiraba con vehemencia  cada animalito que se cruzaba volando ante su vista, algo que en California no miraba, yo llevaba mi mano puesta en su espalda y él tenía su mano puesta en la barbilla, en señal de resignación, de asombro o de tristeza, por más que uno quisiera olvidarse de los recuerdos era imposible, y volver al sitio de donde lo arrancaron a la fuerza, era algo demasiado cruel y difícil de asimilar.

—  ¿En qué piensas, Eduardo? — Preguntó Lucrecia y cada palabra resonó con tanta fuerza que en el silencio pareció irritante

 — Pienso en el día que me marché de aquí y en la forma que cambié para volver de nuevo completamente distintos, dos transformaciones que no tiene explicación alguna — contestó con la voz cortada mientras apretaba sus ojos ante el viento que le golpeaba la cara

 — Lo importante es no quedarse estancado nunca, hermano, ya ves gracias a todo esto estamos juntos, ahora yo también he conocido a esta mujer tan interesante – Dijo Páter sonriéndole a Lucrecia quien lo miraba con ternura,  ella nunca había establecido ningún vínculo con ningún hombre por lo cual encontrarlo así de rápido y compartir más de cerca le había abierto los ojos y las emociones.

 Los cuatro estábamos ahí, sin padre ni madre que nos consolara, solo nuestras almas juntas, en mutuo acuerdo y sintonía, por eso la vida de cada uno había sido trágica, porque así es cuando uno es huérfano.

 — Lo importante es reconocerse así mismo, verificar nuestros errores no los de los demás y perdonar,perdonar, esa palabra grande y dolorosa que me cuesta pronunciar, perdonarse uno solo — contestó Eduardo con la voz contrita, llena de miedo, refutando lo que ellos acababan de decir

 — Perdonar, sí, justamente eso, yo tuve que perdonar en silencio a quien más me hizo daño, porque odiar es más ponzoñoso — agregué con temor de recordar, sin mencionar el nombre de mi padre para no ocasionar molestias

Eduardo me miró, apretó los labios y me abrazó por la cintura — te amo, te he amado siempre – dijo y después me dio un beso en la mejilla con ternura

 — También te amo – grité a viva voz en medio del enorme llano y el ruido de los pájaros, sonriendo extasiada o feliz, lo único que sé es que había paz en mi corazón, que por fin había obtenido el perdón de Eduardo, y que él también estaba intentando cómo sanar su alma, que antes estuvo llena de rencor y dolor.

— Finalmente sonríes de verdad – exclamó Lucrecia haciendo un gran esfuerzo para que su voz se escuchara en medio del sonido que emitía el viento y que golpeaba nuestra cara

— Porque ahora puedo compartir todo lo que soy y lo que tengo con el hombre que amo  — Contesté sonriendo, afirmando lo que acababa de decir.

 Llegamos por fin al pueblo, y todo pareció desierto, mi casa estaba cubierta de monte, por estar tanto tiempo abandonada, no llevábamos llave, ni Lucrecia ni yo la teníamos, me acerqué con temor, para verificar todo, pero para mi sorpresa me encontré la puerta totalmente abierta, Lucrecia, Páter y Eduardo me siguieron con sigilo  al ver mi asombro, pues dentro de la casa no había absolutamente nada, todas mis cosas no existían, si siquiera los retratos de mi madre.

 Solo pude sujetar la mano de Eduardo llena de furia, pensé en que quizás había sido víctima de un robo, quizá solo eso, intenté convencerme de que esa era la razón, pero Lucrecia me miró despreocupada, sus palabras se habían cumplido

 — Te lo dije, cuando me fui todo quedó en orden, y no te han dejado nada

 — No hay nada aquí — repetí absorta y a la vez molesta otra vez me sentía llena de ira porque de nuevo se me presentaba un acontecimiento desgastante que me quitaba la tranquilidad.

 — Y no me asombraría que la empresa esté en las mismas condiciones — dijo Lucrecia entre dientes también llena de ira

— Tenías razón — Murmuró Páter confuso y yo lo miré impávida, sin fuerzas, sin ánimos de creerlo.

 — Sí, Mary, ve a la empresa, si aquí todo está así, no me quiero imaginar qué ha pasado con la empresa — inquirió de nuevo Lucrecia, su fortaleza era lo único que me estaba sosteniendo.

—!Malditos! — exclamó Eduardo con rabia

— Malditos sean una y otra vez — refuté yo mientras las lágrimas ya mojaban mi rostro, me dolió no encontrar nada de mi madre, que se llevaran sus retratos, que no me dejaran ni una sola foto para recordar su rostro.

— Sí, malditos sean — Se unió Lucrecia a maldecirlos

 — Ya no más, ya no más ¿Qué más le debo a la vida? ¿Qué? — grité furiosa, limpiando con rabia las lágrimas de mi cara que antes estuvo sonriente, Eduardo me sujetó con fuerzas antes que pudiera caer al suelo, grité cuantas veces pude y renegué contra todo

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