Arturo
El whisky tenía mejor sabor cuando lo acompañaba el silencio de la derrota ajena.
El mundo allá afuera era un caos, pero aquí dentro reinaba el orden. Mis normas. Mi ley.
Me acomodé en el sillón de cuero, con el vaso en la mano y una sonrisa en el rostro. No había mayor placer que ver cómo un simple movimiento de mis dedos bastaba para derrumbar vidas enteras.
La puerta se abrió y entraron. Héctor, erguido como si hubiera ganado un título, y mi hija… mi desobediente hija... tenía los ojos hinchados, las mejillas rojas de tanto llorar, los labios partidos de apretarlos contra la rabia o el miedo. No me importaba.
Me puse de pie, despacio. Caminé hacia ella, y sin dar aviso levanté la mano, estampando la palma contra su adorable rostro. El golpe resonó en la oficina como un látigo. Ella se encogió, apretando los brazos contra el pecho, pero no lloró esta vez. Solo bajó la cabeza.
—¿Creías que podías hacerte la lista conmigo? —le gruñí, sujetándole la barbilla para obligarla a mi