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Capítulo 3

Cinco años después

Nara mira fijamente al doctor que tiene en frente, sintiendo tanto miedo que sus piernas parecen no sostenerla.

—¿Puede repetir una vez más lo que acaba de decirme? —le pide, mientras juega con sus dedos de forma nerviosa.

—Hizo bien en traer a Andrea al hospital —comienza a decir el doctor—. De no ser así, las consecuencias habrían sido muy graves.

Andrea es su hija, el centro de su mundo, por quien ha dado todo desde el momento en que supo que estaba en su vientre. La trajo al hospital porque últimamente no había querido jugar, se veía cansada... Pero este hombre acaba de decirle que tiene leucemia, la misma enfermedad por la que perdió a su abuela materna.

—¿Puede repetirlo de nuevo? —insiste, apenas en un susurro.

—Señora Robert, sé que lo que le estoy diciendo es difícil de asimilar, pero debe mantenerse serena. Su hija la necesita más que nunca.

Aprieta a Andrea contra su pecho. Ella la mira con sus grandes ojos azules, llenos de luz, y le sonríe sin saber lo que sucede. Nara le devuelve la sonrisa, conteniendo las lágrimas.

—Lo siento… explíqueme todo otra vez, por favor.

—Como le decía, en niños tan pequeños como Andrea es complicado tratar esta enfermedad. La única solución viable para ella es recibir un trasplante de médula ósea. Pero hay un problema.

—¿Cuál es el problema? —pregunta de inmediato.

—Su hija tiene un tipo de sangre muy poco común, presente en solo el cinco por ciento de la población. Y el tipo de sangre no es el único factor para el trasplante: hay que considerar compatibilidad genética. Es casi imposible encontrar un donante antes de un año. Ese es el tiempo que tenemos antes de que la enfermedad afecte irreversiblemente el resto de su cuerpo.

Las  manos de Nara tiemblan. Andrea, tan pequeña… empieza a inquietarse al sentir sus propios nervios.

—Doctor, deje de dar rodeos. ¿Está diciéndome que no hay nada que pueda hacer por mi hija?

—Hay algo —responde con cautela—. Si Andrea tuviera un hermano, hijo suyo y del mismo padre, podríamos hacer el trasplante. Incluso si decide tenerlo ahora, podríamos usar las células madre del cordón umbilical. Sería mucho más sencillo.

Nara cierra los ojos con fuerza. Ni siquiera pudo encontrar al padre de Andrea hace tres años. ¿Cómo va a ser capaz hacerlo ahora?

—¿Está seguro de que es la única solución?

El doctor asiente con gravedad.

Nara sale del hospital con Andrea en brazos, caminando las tres calles que las separan del edificio donde viven desde que ella nació. Pero en vez de subir a su departamento, van directo al de Lina. Ella las había estado esperando así que abre de inmediato; luego de abrir la puerta toma a Andrea enseguida.

—¿En serio la única esperanza para Andrea es encontrar a su padre? —pregunta Lina, angustiada.

—Sí. El tipo de sangre de Andrea es tan raro que no tenemos otra opción —le explica Nara con desánimo, llevándose una mano a la frente—. Mi cabeza va a explotar intentando encontrar respuestas. No sé nada de ese hombre… ni siquiera fui capaz de hallarlo cuando supe que estaba embarazada. No tengo la más mínima idea de qué hacer.

—Piensa — le dice Lina, sujetándola por los hombros—. Tiene que haber algo.

Sus palabras encienden de pronto un recuerdo en la mente de Nara.

—¡Lo hay! —exclamó—. ¿Recuerdas que esa noche él estaba golpeado?

—Sí.

—Le pregunté por eso y me dijo que venía de una pelea clandestina. Fue uno de los motivos por los que dejé de buscarlo cuando supe de Andrea. Pero ahora… eso podría ayudarme.

Tomó su teléfono. Antes no había sido capaz de encontrar nada sobre peleas clandestinas, pero hace poco encontró un chat privado donde se comentan esas peleas. Incluso tienen una lista de los mejores lugares para verlas.

—¿Vas a ir a esos lugares sola? —pregunta Lina preocupada, la noche siguiente, cuando Nara termina de prepararse. Se vistió con jeans y un suéter negro, lo menos llamativo posible.

—Tienes que cuidar de Andrea. No te preocupes, voy a estar bien.

La calma Nara, aunque ni ella misma lo cree del todo. Con la lista en el teléfono, comienza a visitar uno por uno esos sitios. Después de una semana repitiendo la misma rutina cada noche, sus ojos casi se cierran en la oficina. Pero ni rastro del padre de Andrea.

—No creo que vayas a encontrarlo así —se queja Lina—. Te estás poniendo en riesgo por gusto.

—Voy a intentarlo un par de noches más. No puedo rendirme tan pronto.

Para Nara no hay nada más importante que Andrea. Está dispuesta a protegerla, incluso por encima de su propia seguridad.

Esa noche elije uno de los últimos lugares en la lista: una fábrica abandonada en los suburbios. Desde fuera se percibe el olor a sudor y madera quemada, los gritos que salen por los cristales rotos son ensordecedores.

Nara entra con miedo, pero más temor siente al pensar que  no podrá encontrarlo aquí tampoco. Sin embargo, en cuanto pone un pie dentro, lo ve. Está sobre el ring. Camina hasta la escalera y sube unos peldaños para que la multitud no obstruya su visión.

Está segura de que es él. Aunque desde allí es difícil verle el rostro, no lo necesita: su cuerpo, la forma en que se mueve, esa energía cruda… Es él.

Nara siente terror de lo que ve. Golpea al hombre frente a él con fiereza, sin contenerse. Ve la sangre salpicando a su alrededor y él parece disfrutarlo. No le importa nada, solo derribar a su oponente. Ella sentía que él había cambiado mucho en comparación con aquella noche.

Debe estar más desesperado por dinero. Ella revisa el saldo de su cuenta bancaria en el teléfono. En estos cinco años ha trabajado duro, limitando gastos para reunir algo por si surgía una emergencia. Esto, sin duda, lo es.

Espera a que termine la pelea. Lo ve bajar del ring y limpiarse el rostro con una toalla. Se apresura a seguirlo para no perderlo de vista. Lo alcanza en la puerta que conduce a la parte trasera de la fábrica.

Respira hondo, tratando de calmarse. Andrea la necesita. Ahora más que nunca.

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