Me arrastraron como si fuera un saco vacío, aunque cada fibra de mi cuerpo quería resistirse. No lo hice. No por cobardía, sino por instinto. Cada movimiento brusco podía poner en riesgo a la pequeña que crecía en mi vientre, y eso era lo único que me importaba en ese instante: protegerla, aún si debía tragarme el orgullo y dejar que aquel sirviente de Bianca me arrastrara como a una prisionera.
El pasillo olía a humedad y a encierro, como si las paredes mismas estuvieran impregnadas de maldad. El eco de mis pasos lentos y el chirrido del suelo bajo las botas del hombre que me sujetaba me recordaban a una marcha fúnebre. Cuando finalmente me empujó hacia una habitación, el golpe de la puerta al cerrarse resonó como una sentencia.
Me encontré en una estancia amplia pero asfixiante. No había lujos, apenas una cama sencilla contra la pared, una mesita y cortinas pesadas cubriendo la única ventana. Intenté abrir la puerta, pero era inútil: cerrada con llave desde afuera. Mi respiración se