El silencio en la habitación se sentía pesado, casi incómodo. Luca había pasado la tarde dando órdenes a sus hombres, endurecido, distante, como si llevara una armadura invisible que me mantenía al margen de su mundo. Yo lo observaba en cada movimiento: cómo hablaba con voz grave y cortante, cómo se aseguraba de que nadie quedara fuera de su control. Y aunque entendía que era su forma de protegernos, dolía. Dolía sentirme tan cerca de él y al mismo tiempo tan lejana.
Cuando cerró la puerta y el murmullo de los guardias se apagó en el pasillo, la tensión entre nosotros fue evidente. Me abrazaba el vientre, preguntándome en silencio cuánto tiempo más soportaría este muro que él insistía en levantar entre nosotros.
Pero entonces, como si el destino decidiera regalarnos un respiro, sus ojos se posaron en mí y se suavizaron apenas.
—¿Ya pensaste en nombres? —preguntó con voz más baja, casi ronca.
Parpadeé, sorprendida por la pregunta. No esperaba que fuera él quien abriera esa puerta. Una