El sonido seco de la puerta al cerrarse resonó en mi pecho como un trueno. Luca se quedó ahí, de pie, con su silueta imponente recortada contra la tenue luz del pasillo. Sus ojos ardían de furia y deseo al mismo tiempo, y ese contraste me paralizó. No era el hombre elegante que mostraba frente al mundo, era una bestia enjaulada que yo acababa de provocar.
—No tienes idea de lo que hiciste, Aria… —su voz era un gruñido bajo, peligroso, como un presagio de lo que vendría.
Me apreté las sábanas contra el pecho, inútilmente intentando cubrir mi desnudez. Lo miré fijamente, sin pestañear, sin retroceder, y con un temblor en mis labios le respondí:
—Quizás sí lo sé.
Su mandíbula se tensó, y el aire entre nosotros vibró con una electricidad que me hizo temblar. Me atreví, en medio de esa locura, a soltar la pregunta que me carcomía desde hacía días.
—¿Aún quieres ese hijo, Luca? ¿A la manera natural?
Sus cejas se fruncieron con sorpresa, como si no pudiera creer lo que estaba escuchand