La mansión olía a humo y a polvo, como si aún flotara en el aire el eco del atentado. Aunque habían pasado apenas unas horas, la casa ya bullía con obreros y hombres de Luca reparando paredes y cristales. El ritmo era frenético, como si él no pudiera permitir que la herida en sus dominios quedara expuesta más de lo necesario. Doblaron la seguridad: hombres armados en cada esquina, camionetas negras entrando y saliendo, órdenes secas que resonaban en los pasillos. Era como vivir en un cuartel disfrazado de mansión.
Pero lo que más me inquietaba no eran los disparos que habían agujereado las paredes, ni los escombros que los sirvientes recogían a toda prisa, sino él. Luca. Ese hombre que, incluso herido, parecía más temible que cualquier bala.
Lo vi en su estudio, recostado en el sillón de cuero, con el abdomen vendado de manera impecable. Solo un roce, había dicho con desdén, como si una herida por arma de fuego fuese un rasguño sin importancia. Yo lo sabía, lo vi sangrar, lo sentí ard