Los días transcurrieron con una calma tensa, cada hora cargada con la expectativa de su llamada. Mi victoria pírrica con el cargamento había dejado un sabor amargo, y las palabras de mi padre, "corona del infierno", resonaban como un eco siniestro en mi mente. Pero mi concentración se quebraba una y otra vez con el recuerdo de unos ojos ámbar y una deuda pendiente.
Cuando sonó mi teléfono, un número desconocido, supe que era él incluso antes de contestar. Su voz, ese susurro rasposo que parecía acariciar el receptor, no admitía discusión.
—Ven a mi propiedad. Hoy tendrás que acompañarme.
—¿Voy a tener que volver a ese cuchitril maloliente? —pregunté con fastidio, un último y patético intento de mantener cierta ilusión de control.
—No —respondió, y colgó. Un segundo después, un mensaje con una dirección llegó a mi pantalla.
La dirección no estaba en los barrios bajos. Estaba en una colina, en una de las zonas más antiguas y discretamente ricas de la ciudad. Cuando el taxi se detuvo fre