El rugido del helicóptero era un monstruo de metal que quería devorarme, que quería arrancarme de la tierra firme y llevarme a una oscuridad de la que no habría regreso. El viento de sus aspas me azotaba, una ráfaga fría que pretendía borrar el calor de la sangre de Enzo que aún sentía en mis manos. Ruggero me empujaba hacia la puerta abierta, su arma un punto de hielo en mi sien. Su aliento, cargado de odio y desesperación, me llegaba al oído.
Pero ya no sentía miedo. Sentía una furia fría, tallada a fuego por el sacrificio del chico que yacía muerto en el interior. Su vida, sin valor para él, se había convertido en el precio de mi libertad. Y no iba a malgastarla.
Justo cuando su pie pisó el estribo del helicóptero, me revolví. No fue un movimiento pensado, fue puro instinto, alimentado por semanas de encierro y la imagen final de Enzo. Giré sobre mí misma, liberándome de su agarre por un instante crucial, y con toda la fuerza que me quedaba, le propiné una patada en el pecho.
—¡