El sueño, en ese lugar, era siempre una mentira. Una ligera capa de inconsciencia sobre un mar de terror. Por eso, cuando el primer sonido atravesó las paredes de mi celda, no fue un despertar brusco, fue una confirmación.

No fue un disparo solitario. Fue una sinfonía de caos que empezó de repente, como si alguien hubiera abierto las compuertas del infierno. Disparos lejanos que se convertían en cercanos, gritos ahogados por ráfagas de metralleta, el estruendo sordo de una granada que hizo temblar el suelo bajo mis pies. Y por encima de todo, el sonido de pasos apresurados, de órdenes gritadas con pánico, de botas corriendo hacia una batalla perdida de antemano.

Me incorporé de un salto, el corazón golpeándome las costillas como un pájaro enjaulado. No hubo necesidad de preguntas, de dudas. Lo supe en el instante en que el aire se llenó de pólvora y gritos.

Luca había llegado.

La furia del Diablo, dirigida por una brújula de desesperación y ese vínculo que ni el tiempo ni el odio podí