La lluvia no se había detenido desde anoche.
Era como si el cielo se rehusara a darnos tregua, a concedernos siquiera una pausa de esa pesadez que se había instalado en la casa desde la llegada del muchacho.
Enzo.
Aunque siendo sinceros, esta pesadez no se debe exclusivamente a él. Estamos así desde lo sucedido con Luca.
Afuera, el sonido del agua golpeando los ventanales se mezclaba con el tic-tac constante del reloj de péndulo del pasillo. Dentro, la mansión parecía respirar con dificultad.
Cada rincón guardaba un silencio incómodo, como si todos supiéramos —aunque ninguno lo dijera en voz alta— que algo había cambiado desde que ese joven cruzó la puerta.
Desde temprano lo escuché caminando por los pasillos.
Sus pasos eran suaves, casi cautelosos, pero siempre lograba notarlos. A veces los niños lo veían y corrían a esconderse detrás de mí o de una criada. Gabriel, en cambio, lo miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza que me rompía el alma.
No podía culparlos. Ni siquie