La mañana amaneció fría y gris, como si el cielo supiera que íbamos a ejecutar una farsa que mancharía el alma. La mansión estaba saturada de hombres en trajes; más de lo habitual.
Luca había ensayado la sorpresa. Lo vi cuando entré a la sala: la tensión en sus hombros, la rigidez consciente de quien parece descolocado por primera vez. Le cogí la mano con la froideza que necesitaba, y él la apretó apenas, como si buscara confirmar que todavía existía entre nosotros un lenguaje sin palabras. No podía flaquear. No allí. No ahora.
Los policías llegaron como esperábamos: pasos, placas y autoridad. Los medios también estaban: una marabunta controlada que olfateaba sangre. Habíamos preparado todo en secreto; cada “prueba” había sido colocada donde debía, cada testimonio pagado, cada transferencia cuidadosamente “documentada”. Era mentira, lo sabíamos los tres, pero la ciudad veía lo que habíamos construido para ella: culpabilidad envuelta en papeles.
—Señora Moretti —dijo un comisario con