Eliza
Apenas había unos pasos cuando un repentino grito cortó el aire como un cuchillo caliente a través de la mantequilla. Me giré rápidamente, sólo para ver a Ángel tendida de manera poco elegante en el suelo, con su bolso de diseñador tirado a un lado, y su ego sangrando más que sus palmas.
¿Y quién, te preguntarás, fue la noble fuerza responsable de tan gloriosa justicia?
Luciano.
Mi esposo.
Él ya avanzaba hacia mí, con los ojos entrecerrados y decididos. Parpadeé, sin saber si debía estar enojada, sorprendida o halagada. Cuando llegó frente a mí, habló con voz suave, pero firme.
—¿De verdad le diste una bofetada?
Le miré, con el mentón levantado y el desafío corriendo por cada centímetro de mi cuerpo.
—Sí, se la di. ¿Y qué vas a hacer al respecto?
Por un segundo, hubo silencio.
Luego, alargó su mano hacia mi mano derecha, la que había usado para dar la bofetada, y la sostuvo suavemente entre sus palmas.
—Debe haber sido esta mano —murmuró, con la mirada fija en mi palma, como si