Eliza
Cerré los ojos en el momento en que las manos de Luciano volvieron a rozar mi piel. Me gustaría decir que estaba relajada, pero la verdad era otra: estaba tensa por todas las razones equivocadas, y también por todas las correctas.
Sus dedos se movían por mi espalda con movimientos lentos y expertos; palmas cálidas, presión segura. Subían por mis omóplatos y bajaban por la curva de mi columna, cada pasada hacía que el calor se extendiera por todo mi cuerpo, como si encendiera pequeños fósforos sobre mi piel.
Y allí estaba yo, acostada debajo de él, con la toalla aferrada a mis caderas y mordiendo mi labio inferior como si pudiera masticar la tensión.
Por la forma en que me tocaba… como si mi cuerpo fuera un mapa que ya conocía, pero que aún quería explorar, cada roce parecía intencionado, y a la vez, provocador. Y ni hablemos de mi corazón, latía tan fuerte que parecía hacer vibrar la camilla de masaje.
Entonces llegó a mi cintura.
Se detuvo y se inclinó un poco, lo suficiente par