Eliza
Mirando al mayordomo, que seguía arrodillado, con el rostro enrojecido y los puños apretados con fuerza, finalmente entendí por qué había tomado partido por Ángel con tanta intensidad.
Estaba ahí, en su lenguaje corporal. El modo en que ardía con una furia silenciosa mostraba a un padre que protegía a su hija. El amor de un padre, por erróneo que fuera, era algo que podía llevar a las personas a la locura.
Antes de poder procesar completamente ese pensamiento, las seis empleadas que antes se habían quedado paralizadas detrás de Ángel, se precipitaron hacia adelante cayendo de rodillas frente a mí, con las manos juntas y la cabeza inclinada en señal de vergüenza.
—Por favor, señora Caballero —rogó una de ellas—. Lo sentimos, cometimos un error porque no sabíamos, pero juramos que no volverá a pasar.
—Están todas despedidas. —Decretó Luciano de repente.
Antes de que las empleadas pudieran reaccionar por completo, se volvió hacia Sara. Los llantos de Ángel se habían apagado en débil