Eliza
El despertador me arrancó de un sueño en el que ni siquiera recordaba haber caído. Por un segundo, olvidé por qué el pecho me dolía tanto… luego lo recordé.
Me incorporé despacio, estirándome hasta sentir que mis hombros crujían. Bostecé y miré el reloj, eran casi las cinco de la mañana, porque al parecer, el desamor madruga.
Todavía me sorprendía haber llegado anoche a casa. Después de todo lo que había pasado; la humillación, el frío y el hecho de que mi familia me tratara como una nota al pie de página, conduje de regreso como un zombi en piloto automático.
Y viví para contarlo, o algo así.
Me seguía doliendo pensar en la noche anterior, pero quedarse sentada sintiendo lástima por mí misma, no me devolvería a mi familia, y estaba decidida a arreglarlo… a arreglarme.
Me levanté de la cama, me eché agua en la cara para despejarme y fui directamente a la cocina.
Un rato después, tenía el desayuno servido en la mesa del comedor: pan tostado, huevo, salchichas y fruta, servido con ese tipo de amor y esperanza que sólo puede poner una mujer que intenta, desesperadamente, mantener su matrimonio a flote.
Luego vino la higiene.
Tenía una regla: jamás salía de casa sin sentirme fresca. Así que me lavé los dientes, tomé un baño caliente y me metí a presión en una ropa deportiva que gritaba “año nuevo, vida nueva”, aunque estábamos en pleno junio.
Desde que tengo memoria, siempre fui de talla grande, una talla veintidós. Nunca me importó demasiado. De hecho, hubo una época en que me sentía bastante segura de mí misma.
Pero entonces, llegó Renata Velázquez y con ella, empezó el asco.
Al principio era sólo Valeria, la hermana de mi esposo siempre había sido generosa con sus opiniones sobre mi peso, pero ahora, hasta Alex… e incluso mi hijo… apenas soportaban estar cerca de mí.
Como si fuera contagiosa.
Hubo un tiempo en el que me sentía feliz con mi cuerpo y cómoda en mi propia piel. Pero ahora… habría dado lo que fuera por perder la mitad de mi peso, si eso significaba recuperar la atracción que Alex sentía por mí.
No quería ser perfecta, sólo quería evitar ser invisible.
Cuando llegué al gimnasio, estaba deliciosamente vacío. Bueno, salvo por el guardia nocturno, que siempre miró su teléfono.
Bien, así lo prefería.
Después del desastre de mi primer día de gimnasio, cuando tropecé, caí de bruces y un grupo entero de personas se rio de mí, decidí que evitar tener testigos era mi misión personal.
Tenía videos de rutinas en el móvil, guardados con esmero, eran de los youtubers de fitness menos críticos que pude encontrar. Puse uno, respiré hondo y comencé.
Veinte minutos después, corría en la caminadora como si la vida se me fuera en ello.
Que, en cierto modo, así era. Tenía el corazón latiendo tan fuerte, que casi pude escuchar su latido como una carta de renuncia: “Querida Eliza, hasta aquí llegamos”.
Pero seguí.
"Sin dolor no hay ganancia". Ese se había convertido en mi eslogan personal. Vale, más bien en un mantra desesperado al que me aferraba mientras imaginaba la cintura perfecta de Renata.
Casi no sentía las piernas cuando una profunda voz masculina sonó detrás de mí.
—¿Intentas ponerte en forma o matarte?
Las palabras me sobresaltaron y salté de la impresión. Lo cual fue un problema, porque la banda seguía en movimiento.
Los siguientes segundos fueron un torbellino.
Un instante corría, al siguiente perdí el equilibrio, y la gravedad hizo el resto. Me lancé hacia adelante, preparándome para un golpe espectacular.
Que nunca llegó.
En cambio, dos brazos fuertes me sujetaron con una facilidad pasmosa, como si hicieran eso todos los días antes del desayuno.
Abrí los ojos despacio, y encontré mi cara a unos quince centímetros de un pecho que parecía esculpido por antiguos dioses adictos al batido de proteínas.
Duro, firme, y con un aroma absurdo; a colonia cara y sudor limpio. Era injusto. ¿Quién demonios olía así en el gimnasio?
Eso debería ser ilegal.
Yo no huelo así, ni después de ducharme.
La camiseta se pegaba a su torso como si envidiara su piel, extendiéndose sobre unos hombros tan anchos que seguro tenían máquinas con su nombre.
Subí la mirada muy lentamente, y me topé con una mandíbula afilada, lucía un poco de barba, la cantidad justa para sugerir: “Podría afeitarme, pero para qué arruinar la perfección”.
¿Y sus ojos? Verdes, pero no verdes comunes; eran brillantes, afilados, con esa forma de mirarme como si supiera cada tontería que estaba pensando. Cejas oscuras, juntas en un gesto de preocupación o diversión, o quizás ambas.
Su nariz parecía haber sido diseñada con una regla y sus labios…
Mejor ni empiezo.
Llenos, suaves, un poco carnosos, pero de ese modo masculino que no tiene sentido. La clase de boca que da órdenes en la sala de juntas y susurra problemas después del anochecer.
Y era alto, aunque no sólo alto… alto, más bien del nivel de “cambiar el foco sin escalera”. Un metro noventa, tal vez más. Lo que me dejaba a la altura de su pecho y…
—¿Estás bien? —Su voz fue baja, áspera, de esas que podrían leer cuentos infantiles y aún así, hacerte necesitar una ducha fría.
Su mano seguía en mi cintura, cálida y firme, como si no tuviera intención de soltarme aún.
Asentí como una idiota, mi cerebro simplemente se apagó. Además, todavía le apretaba el bíceps. En mi defensa, era básicamente una roca forrada de piel.
Eso pasa cuando te dicen que no eres deseable durante años. Aparece un hombre atractivo y tu cerebro se derrite como helado barato expuesto al sol.
Inhalé temblorosa. Aún podía escuchar la voz de Alex en mi cabeza: “¿Quién más querría molestarse con una vaca gorda como tú?”
Tenía que irme ya, antes de seguir haciendo el ridículo.
—Yo… yo… lo siento. —Balbuceé, enderezándome y dando un paso atrás.
—No sabía que había alguien más aquí —añadí—. Me iré de inmediato.
Empecé a caminar, muy rápido, como una mujer tratando de huir de su propia vergüenza.
—¡Eh! Espera —me llamó—. ¿Por qué tienes que irte? Podemos compartir.
Me quedé helada, mirando la puerta como si fuera mi salvación.
¿Compartir?
¿Con él?
Tragué saliva.
—Estoy bien —Respondí, avanzando otro paso.
—Entiendo —respondió—. Tienes miedo. Crees que soy de esos tipos que se aprovechan de las mujeres hermosas cuando nadie más está mirando.
Me detuve en seco.
¿Hermosa?
¿Era yo, o ese desconocido absurdamente atractivo acababa de insinuar que era hermosa?
Me volví antes de que mi cerebro me pudiera detener.
—¿Cómo dices? —Pregunté.
Sonrió.
—Dije —contestó, acercándose dos pasos—, que no soy ese tipo de hombre. Tú llegaste primero, y si te vas, me sentiré como un patán.
Después de la palabra “hermosa” casi no registré nada más, se repitió en mi cabeza como una canción pegadiza. Nadie me llamaba así desde hacía años, al menos no sin una carcajada o una mirada de burla.
Y por razones que ni yo entendía del todo, necesitaba saberlo.
—¿Estás diciendo que soy hermosa?
Dios, esa fue la pregunta más estúpida que le había hecho a alguien.
Jamás.
Él rio. —Qué pregunta tan rara. ¿No es obvio?
Parpadeé.
No, no lo era.
En realidad, estaba 99% segura de que era ciego o se estaba burlando de mí. ¿Cómo podría, el hombre probablemente más atractivo del planeta, pensar que yo era hermosa?
Él ladeó la cabeza con una mirada aguda. —Pareces sorprendida.
No estaba bromeando.
—¿Es que nadie te lo ha dicho antes? ¿Que eres hermosa?
"No. Nunca, nadie". Lo pensé, pero sus siguientes palabras me hicieron dudar de si podía leer mentes.
—Bueno, entonces —añadió—, arreglemos ese error. No sólo eres hermosa, eres curvilínea, sexy y…
—Basta. —Lo interrumpí con rapidez, dándome la vuelta antes de hacer una tontería… como creerle.
O sonreír.
O llorar.
Tenía que salir de allí, así que di un paso, pero calculé mal el ángulo, y como antes, tropecé.
Esta vez estaba segura de que me iba directo al suelo, de cara.
Pero, en un abrir y cerrar de ojos, allí estaba él.
Una vez más, me sostuvo.