Eliza
Estaba sentada en silencio en una esquina, observando cómo todos comían, bebían y reían, como si fuera el día más feliz de sus vidas. Bueno, probablemente lo era, en la vida de todos menos en la mía.
Me miraban como si no existiera, lo cual resultaba irónico, considerando que se suponía que yo era la coprotagonista de la velada, ya que era mi décimo aniversario de bodas, por el amor de Dios. Diez años casada con Alex Vargas, y sin embargo, aquí estaba: la mujer invisible en su propia celebración.
No así, Renata Velázquez.
Ah, no. Renata era imposible de ignorar. Ella era la verdadera estrella de la noche. Flotaba por el salón como si todo le perteneciera... como si mi esposo le perteneciera. Alex no podía apartar los ojos de ella, al igual que la mitad de la sala, incluido mi hijo de nueve años, Andrés, que parecía convencido de que Renata era alguna diosa enviada del cielo solo para honrarnos con su presencia.
Observé la fiesta que yo misma había planeado durante semanas: las decoraciones, las flores, el pastel por el que casi pierdo las cejas horneando a medianoche porque la pastelera me falló. Había imaginado esta noche de forma tan distinta; imaginaba a Alex sonriéndome, bailando conmigo. Soñaba con que esta celebración le recordaría lo que teníamos y tal vez, reavivaría la chispa apagada entre nosotros.
En cambio, ahí estaba Renata pegada a su costado, riendo de algo que él decía, y nadie parecía pensar que eso era extraño. Ni siquiera Andrés, que se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla, como si fuera su madre.
Mis manos se cerraron en puños, estaba segura de que había dejado medias lunas marcadas en mis palmas, y tuve que recordarme a mí misma que respirara.
El brazo de Renata estaba enganchado en el de Alex, y lucía como la mujer del momento. Mejor dicho: mi momento. Me puse de pie, dispuesta a recordarle a mi querido esposo de quién era realmente el aniversario, pero en cuanto avancé, los ojos de Renata se posaron en mí y sus labios se curvaron.
¿Fue eso una sonrisa burlona? Oh, sí que lo fue.
Eso fue suficiente.
Me lancé hacia ellos, mis piernas se movieron más rápido que mi propio juicio. Tenía muchas, muchísimas palabras para Renata Velázquez y para mi esposo aparentemente ciego. Pero antes de que pudiera llegar, ella entrelazó sus dedos con los de Alex y lo arrastró hacia la piscina. Y él, como un perrito fiel, la siguió.
—¡Alex! —Grité, mi voz sonó más fuerte de lo que pretendía.
Pero fue Renata quien se giró, sonriendo dulcemente, como si la hubiera llamado a ella.
No vi su pie hasta que fue demasiado tarde. Lo sacó justo cuando llegué, causando que tropezara, me tambaleara… e instintivamente, la tomara del brazo. Si yo caía, ella también vendría conmigo.
Nos hundimos juntas en la piscina y el agua nos tragó.
El frío me golpeó como una bofetada, expulsando el aire de mis pulmones. Mi vestido rojo floreado se infló a mi alrededor, arrastrándome hacia abajo. Por un instante, luché desorientada. Luego salí a la superficie, tosiendo y jadeando, con el cabello empapado pegado a mi rostro.
Busqué a mi alrededor, buscando a Alex. Y ahí estaba: Mi esposo, mi héroe.
Se quitó la chaqueta y se lanzó a la piscina. Por un estúpido segundo, creí que venía a por mí.
Pero no.
Nadó justo a mi lado.
Directo hacia Renata.
La levantó en brazos como si fuera una criatura frágil e indefensa, como si no hubiera sido ella quien me había hecho tropezar en primer lugar. El pecho me dolía, y no por el agua fría. No, ese dolor era más profundo. Dolía como el infierno.
Me quedé allí un momento, viendo la escena. Sin embargo, todos me miraban, murmurando a escondidas, por lo que me obligué a moverme, a salir, a respirar.
Cuando por fin logré salir de la piscina, temblaba tanto que los dientes me castañeteaban. Fue entonces cuando vi a Andrés, mi dulce niño, corría hacia mí con una toalla en las manos.
El corazón me dio un vuelco, al menos él recordaba que yo era su madre.
Pero siguió el ejemplo de su padre y pasó de largo.
Ni siquiera me miró.
Me giré para seguir su trayectoria y lo vi enfocado en Renata, envolviéndola en la toalla como si fuera a romperse sin ella. Ya llevaba la chaqueta de Alex encima, pero claro, los hombres de mi vida jamás dejarían pasar la oportunidad de adorarla a sus pies.
Me quedé allí, empapada, sintiendo como si alguien me hubiera partido el pecho con un martillo.
Entonces, Alex estuvo frente a mí con el rostro enrojecido por la rabia, me agarró la muñeca con tanta fuerza que tuve que reprimir un quejido.
—¿Qué demonios te pasa? —Exigió saber—. ¿Por qué empujaste a Renata a la piscina?
Lo miré fijamente.
—¿Eso es lo que te dijo?
—¡Contéstame! —Bramó.
Sentí todas las miradas sobre mí, quienes un momento atrás parecían sentir lástima, ahora me miraban como si yo fuera algo que había que raspar del zapato.
Renata se acercó, arrastrando a Andrés como si fuera un trofeo de feria. Ahora llevaba el cabello envuelto en la toalla y el rostro pálido, frágil.
Habló con una voz suave, trémula. —Sí, Ely... yo solo... no entiendo. ¿Por qué harías algo así?
Su acto de inocente me hizo hervir la sangre y quise arrancarle la aureola de un bofetón, pero si lo hacía, seguro acabaría esposada por agredir a una santa.
Volví a mirar a Alex.
—Soy tu esposa —dije—. ¿Siquiera notaste que yo también caí a la piscina?
—Cállate —intervino la voz cortante de Valeria, la hermana de Alex, que apareció como un mal augurio—. Siempre has estado celosa de Renata porque es joven, sexy y todo lo que tú no eres.
Valeria siempre me odió. Nunca fui lo bastante delgada, bonita, ni nunca basta para su amada familia. Y Alex siempre me pedía que no le diera importancia, que ignorara sus comentarios mezquinos.
—Eres una cerda descomunal —escupió, acercándose con los ojos chispeantes—. ¿Qué esperabas? ¿Que mi hermano te salvara como si fueras un trofeo? Mírate, ¿quién se molestaría? Eres una miserable…
—Basta, Valeria. —Ordenó Alex, frunciendo el ceño hacia su hermana como si fuera una invitada molesta derramando vino en la alfombra.
Pero luego me miró de nuevo, con el ceño más pronunciado.
—Ya fue suficiente por esta noche, Ely. Mejor vete.
Reí, no porque fuera gracioso, sino que estaba entre reír o llorar, y las lágrimas ya se me habían acabado.
—¿Irme? —Pregunté—. ¿Quieres que me vaya de mi propia fiesta de aniversario?
—Eso debiste pensarlo antes de empujar a Renata. —Replicó él.
Respiré hondo y sonreí. —Bien. Tú dices que la empujé, yo sugiero que revisemos las cámaras, podemos ver juntos lo que pasó realmente.
Por un instante, la máscara de Renata se resquebrajó y vi el pánico en sus ojos. No se lo esperaba.
Me di la vuelta para ir a la sala de seguridad; había puesto esas cámaras para capturar momentos felices.
Vaya ironía.
No llegué ni a dar un paso cuando escuché a Alex gritar. —¡Renata!
Giré justo a tiempo para ver cómo ella se desmayaba en sus brazos, tan blanda como una muñeca de trapo.
Por supuesto.
Valeria saltó con rapidez. —¡Hay que llevarla al hospital! ¡Ahora!
Todos se movieron a la vez, como si estuvieran ensayando un simulacro de incendio. La sacaron en medio de gritos y susurros. Vi a Andrés siguiéndola, con la mano estirada hacia Renata como si ese fuera su lugar.
Lo retuve, bloqueando su camino.
—Andrés —susurré—. Por favor...
Él retiró la mano como si yo fuera algo sucio.
—No me toques, Ely —dijo en tono frío—. Deja de hacernos pasar vergüenza.
Ely, no mamá, ni siquiera madre.
Y luego, se fue.
Todos se marcharon.
Y yo me quedé sola.
Solo yo, de pie, empapada, temblando y abandonada, como si fuera la persona más insignificante del mundo.