Capítulo 3
Eliza

Una vez más, terminé en los brazos del desconocido.

Me atrapó antes de que mi cara tocara el suelo, luego giró mi cuerpo con una facilidad pasmosa. En un abrir y cerrar de ojos, mi espalda descansaba contra su otro brazo, como si hiciera eso un millar de veces al día.

Nuestros ojos se encontraron, otra vez. Y ahí se fue mi corazón, corriendo como si entrenara para un maratón. Ni siquiera me di cuenta de que me estaba mordiendo el labio inferior hasta que fue demasiado tarde.

"Eres realmente insoportable, Eliza". Me reproché en silencio, obligando a mis dientes a soltarse del labio. A mis treinta años, ya era demasiado mayor para enamorarme de un desconocido atractivo que jamás pensaría en mí de ese modo.

Peor aún, era una mujer casada y con un hijo. Pero ahí estaba, comportándome como una colegiala que jamás había visto un hombre.

Me aparté de él rápidamente e intenté poner al menos sesenta centímetros entre nosotros.

—Deberías tener más cuidado. —Dijo.

Entonces, su mirada se agudizó—. ¿Por qué se te han puesto rojas las mejillas? ¿Te estará sentando mal algo?

—Es el tono natural de mi piel. —Mentí con voz plana. Era eso o admitir que mis hormonas estaban en rebelión.

No insistió. En cambio, me dedicó una mirada que me revolvió el estómago de nuevo, luego dijo. —Sabes, he estado entrenando casi toda mi vida y soy muy bueno en ello. ¿Por qué no te enseño algunos ejercicios simples para fortalecer tus glúteos? Te ayudarán con la resistencia, equilibrarán tus pasos y evitarán que te tropieces todo el tiempo.

Honestamente, quise negarme..

Pero mi cabeza se movía afirmativamente como si estuviera bajo un hechizo.

Él sonrió, sólo por un segundo, y entonces lo entendí; lo conocía, ya había visto ese rostro… pero ¿dónde?

—Vamos. —Me instó, señalando hacia adelante.

Como una marioneta obediente, lo seguí cuando me condujo a un lugar despejado del gimnasio. Se colocó detrás de mí y sus manos guiaron suavemente mi cintura.

—Empieza con sentadillas lentas —instruyó—. Estoy justo aquí y no dejaré que te caigas.

Mientras hablaba, su respiración acariciaba la parte trasera de mi cuello, por lo que un escalofrío brotó en mi piel, como si alguien hubiera encendido el aire acondicionado en pleno enero.

No había forma de que estuviera desarrollando equilibrio o resistencia con su voz tan cerca. No con las rodillas tan débiles y el cerebro hecho un lío.

—Yo… yo… tengo que irme. —Balbuceé.

Sus manos se detuvieron en mi cintura.

—Tengo que preparar el desayuno para mi esposo y mi hijo.

Agarré mi bolso y corrí casi sin mirar atrás, antes de que pudiera decir una palabra más.

Cinco minutos después, estaba al volante, con las manos temblorosas y el corazón aún acelerado.

—¡Maldito seas, Alex! —Grité, golpeando el volante hasta que me ardió la palma—. ¡Si no te hubieras negado a tocarme durante casi tres años, no me sentiría así de atraída por un desconocido solo porque es guapo!

Cuando llegué a casa había logrado calmarme un poco.

Al pasar por la entrada, vi el auto de Alex saliendo.

Y ahí estaba ella, Renata Velázquez se encontraba en el asiento del copiloto, charlando como si poseyera el mundo. Andrés estaba sentado atrás, sonriendo.

Mi familia: Mi esposo y mi hijo, pretendían que yo no existía.

Toqué la bocina, fuerte y clara, pero Alex ni siquiera parpadeó, simplemente aceleró y se fue, dejándome atrás en una nube de polvo.

Aparqué en silencio, intentando mantenerme firme.

Dentro, la mesa del comedor seguía cubierta con los platos del desayuno; habían comido y dejado el desastre para que yo lo limpiara.

Quise gritar. Pero, en lugar de eso, me arremangué y lavé los platos. Luego pasé las siguientes horas limpiando la casa entera como si fuera mi trabajo. Bueno… lo era.

Y todo el tiempo, escuchaba su voz en mi cabeza. —Eres hermosa.

Esas palabras resonaban claras, como si las acabara de susurrar en mi oído.

Me sorprendí sonriendo y al instante, mi estado de ánimo cambió. Era estúpido, lo sabía, pero me sentía… bien.

Mejor que en mucho tiempo.

Al terminar de limpiar y separar la ropa de Alex y Andrés, tomé una ducha caliente, comí un desayuno ligero y me lancé en mi cama.

Pasé el resto del día sola en esa casa.

Sin sorpresas, sólo escuchaba sus voces cuando el cielo se hacía oscuro. Había risas, sobre todo de Andrés.

Alex lo había tratado como un adulto desde que terminaron los exámenes finales hace cuatro días, lo llevaba a todas partes. Tenía que hablar con él sobre eso, y sobre muchas cosas más.

Salí de mi cuarto, preparé la cena y la serví, cuando llegaron a la mesa intenté hablar con ellos. Intenté bromear, intenté… lo que fuera, pero me ignoraron por completo. Andrés ni siquiera me miró.

—¿No me estás escuchando, Andrés? —Pregunté, con la voz quebrada, pero siguió comiendo como si yo no existiera.

Alex golpeó la mesa con fuerza, tanto que los platos brincaron.

—¿No nos dejarás comer en paz? ¿Qué es todo ese ruido?

Se levantó abruptamente y Andrés lo siguió, ninguno terminó su comida.

Me quedé allí, mirando sus platos, con el pecho vacío.

Limpié de nuevo y regresé a mi cuarto.

Cuatro horas después, el sueño seguía sin llegar, y por mucho que lo intentara, sólo escuchaba la voz de aquel desconocido.

—Eres hermosa, eres sexy.

No supe cuándo pasó, pero de repente, estaba excitada, muy excitada.

Me levanté, me volví a lavar los dientes, tomé otra ducha y me rocié con el perfume que Alex solía amar, luego saqué la camisola negra que él decía que lo volvía loco.

Todavía me quedaba, a duras penas.

Me planté frente al espejo y traté de creer lo que me decía.

—Puedes hacerlo, Eliza —susurré—. Eres hermosa, curvilínea y sexy.

Respiré hondo, abrí la puerta y caminé por el pasillo hacia el cuarto de invitados al que Alex se había mudado hace más de dos años porque decía que yo roncaba demasiado fuerte y que parecía un cerdo.

Sus excusas empezaron siendo cosas pequeñas; estaba muy cansado, muy estresado.

Después admitió la verdad: le daba asco.

Pero esa noche no me importaron sus excusas, estaba deseosa y era su esposa. Habíamos prometido estar juntos en la salud y en la enfermedad, no hasta que Renata apareciera.

Estaba a punto de tocar, cuando escuché gemidos.

Sexuales.

Rítmicos.

Mi corazón se cayó. Sólo había tres personas en la casa y por un momento, pensé que podría estar viendo porno, hasta que noté que la puerta ni siquiera estaba cerrada con llave, así que la abrí despacio.

Y me quedé paralizada.

Alex estaba encima de otra mujer.

Sus cuerpos se movían juntos en un ritmo tan enfermizo como perfecto, mientras que yo podía moverme, no podía respirar.

Hasta que la mujer giró la cabeza y me miró de frente.

Era Renata Velázquez.

Me sonrió mientras mi esposo la cogía.

Apreté el marco de la puerta, hasta que los nudillos se me pusieron blancos y mis uñas se clavaron en la madera.

Las lágrimas nublaron mi vista, calientes y pesadas, deslizándose por mis mejillas.

Pero no pude moverme, tampoco pude apartar la mirada.

Y ella tampoco.
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