Mariam sostuvo unos documentos entre sus manos con firmeza, mientras caminaba hacia la oficina de Sofía. Al ingresar, su cuñada la miró fijamente, con esa expresión calculadora que siempre parecía atravesarla como si pudiera leer sus pensamientos más profundos.
—Deberías tomarte unos días, Mariam —dijo Sofía con voz seca, sin apartar la vista de ella.
Mariam forzó una sonrisa cortés mientras dejaba los papeles sobre su escritorio.
—No es necesario, estoy bien —respondió con un tono neutro, evitando demostrar debilidad.
Sofía arqueó una ceja, dudando de sus palabras, pero no insistió. Las dos sabían que esa conversación no iba a ir a ninguna parte.
El resto de la jornada transcurrió lentamente. Las horas parecían alargarse como un castigo silencioso, llenas de murmullos en los pasillos y miradas curiosas. A las tres de la tarde exactas, Mariam tomó su bolso de cuero y abandonó el edificio sin mirar atrás.
El chofer la condujo hasta una cafetería cercana, una de esas que solía visitar e