La mañana era más sombría de lo habitual. Las nubes pesadas cubrían el cielo como si compartieran el luto con los que lloraban. El viento soplaba con fuerza, barriendo las hojas secas del jardín y revolviéndolas con un silbido inquietante, casi como un lamento del más allá. Afuera de la mansión, se habían acumulado ramos de flores, velas encendidas y carteles con fotografías de Claudia. Sus fans lloraban desconsoladamente, dejando mensajes de amor, perdón y rabia en pequeños papeles pegados a la verja.
Los policías, con rostros tensos y uniformes oscuros, caminaban por los pasillos revisando grabaciones de seguridad, interrogando discretamente a los empleados y tomando nota de cualquier detalle sospechoso. Pero la verdad, como siempre, parecía más esquiva que nunca.
Desde la ventana de la sala de estar, Mariam observaba todo en silencio. Su mirada era fría, calculadora, pero había un dejo de tristeza en sus ojos. No por Claudia, no del todo, sino por todo lo que esa muerte había desta