Kitty observaba la noticia con una taza de café en mano, recostada en el sofá de cuero de su departamento. La pantalla mostraba imágenes del lugar donde habían encontrado el cuerpo de Claudia: flores, velas, lágrimas, y una multitud exigiendo justicia. Las cámaras se movían entre la mansión de los Thompson y la entrada del edificio de la empresa, donde los periodistas aguardaban cualquier declaración.
—Trabajar para Rolando es como jugar a la ruleta rusa —murmuró para sí misma, bajando lentamente la taza—. Y yo no pienso quedarme aquí para ver a quién le toca la bala.
Había tomado una decisión. Esa misma tarde presentaría su renuncia. No iba a quedar atrapada entre dos monstruos: Rolando, con su sonrisa falsa y su ambición sin límites, y Demian, que no era menos despiadado, solo más silencioso.
Pero antes de irse, pensaba dejar un último regalo. Uno envenenado.
Kitty sabía que, en este juego de poder y venganza, incluso una pequeña chispa podía incendiar todo un bosque. Y ella no iba