Humillación y esperanza

El aire frío de la noche se colaba por la puerta trasera del lujoso hotel, contrastando con el calor sofocante del salón principal. Claudia caminaba con paso rápido, casi desesperado, como si huyera de un fuego invisible que le quemaba los talones. Su rostro, normalmente altivo y arrogante, ahora mostraba una expresión de ansiedad que muy pocos habían tenido el privilegio de ver.

Pero justo cuando se disponía a abrir la puerta, una voz la detuvo.

—Claudia.

Fue como si un trueno retumbara en su pecho. Reconoció de inmediato esa voz. Grave. Dolida. Familiar. Cada letra de su nombre pronunciada con una mezcla de rabia, deseo y desesperación. Su cuerpo se tensó. No quería verlo. No podía.

—Claudia, por favor...

Ella cerró los ojos. Tragó saliva. Se giró lentamente, asegurándose de mantener la mirada baja. No soportaba ver su rostro. No desde aquel accidente. No desde que su belleza perfecta se había convertido en una máscara marcada por las cicatrices. El Demian que había amado había muerto el día que su rostro se deformó.

—No quiero verte —murmuró con frialdad, sin levantar la vista.

Demian dio un paso hacia ella. Luego otro. Hasta quedar justo frente a la mujer que lo había dejado cuando más la necesitaba. Sus ojos, oscuros y tristes, brillaban con una mezcla de rabia contenida y vulnerabilidad.

Y entonces, ante la sorpresa de todos, se arrodilló.

—Te lo suplico… regresa conmigo. No puedo vivir sin ti.

Un murmullo recorrió el pasillo. Dos camareras que pasaban se detuvieron a mirar, impactadas por la escena. Claudia se estremeció. No por el gesto de Demian, sino por la humillación. Estaba arrodillado. Suplicando. Por ella.

Mariam, que había salido a tomar un poco de aire tras soportar las miradas pesadas de los invitados, se detuvo en seco al escuchar la escena. Se ocultó entre las sombras, justo detrás de una de las columnas decoradas con enredaderas y luces blancas. No quería ver, pero no podía evitar escuchar.

—No puedo —dijo Claudia, cruzando los brazos sobre el pecho.

—Claro que puedes —insistió él, con los ojos clavados en los suyos, desde el suelo.

Ella soltó un suspiro frustrado.

—No te amo. Me causas náuseas, Demian. Ni siquiera puedo mirarte sin sentir repulsión.

Demian cerró los ojos como si cada palabra fuera un dardo envenenado.

—Tus palabras me matan lentamente... ¿Lo sabías?

Claudia alzó una ceja con desdén.

—¿Quieres que te mienta? Porque puedo hacerlo, si eso calma tu orgullo herido.

Mariam sintió un nudo en el pecho. El dolor en la voz de su esposo era real. Por primera vez lo escuchaba hablar con el corazón expuesto, sin frialdad ni superioridad. Pero esa mujer... Claudia... era cruel. Lo estaba destrozando.

Mariam no lo soportó más. Se alejó rápidamente del sitio, como si esas palabras le quemaran el alma.

Claudia se giró para irse, pero Demian tomó su mano.

—Te lo imploro... regresa conmigo.

Ella lo miró como si fuera basura.

—Si volvieras a ser el de antes, tal vez. Pero solo hasta entonces.

Esa frase, tan simple y vacía, fue suficiente para encender una chispa de esperanza en los ojos del hombre. Una sonrisa pequeña y rota se dibujó en sus labios.

—Entonces hay una posibilidad...

Claudia lo soltó bruscamente, como si el contacto con su piel le repugnara. Dio un paso atrás y se marchó rápidamente, perdiéndose en la oscuridad del pasillo.

En la esquina, Eva, la mejor amiga de Demian, había presenciado todo. Negó con la cabeza. Sus puños estaban apretados a los costados. Odiaba a Claudia. Siempre la había odiado. Desde el primer momento que supo que esa mujer no era digna de su amigo, pero Demian estaba ciego de amor.

—Eres un idiota... —murmuró ella, caminando hacia él y ayudándolo a levantarse.

—Tenía que intentarlo —susurró él, con la mirada perdida.

🌷🌷🌷🌷

Dentro del salón, las luces brillaban, los brindis continuaban y la orquesta tocaba una melodía elegante. Nadie sabía lo que ocurría detrás de las cortinas doradas, donde un hombre poderoso se había arrodillado por amor y había sido rechazado sin piedad.

Eva acompañó a Demian hasta una de las terrazas privadas. Le dio un vaso de whisky sin decir palabra. Sabía que necesitaba su silencio más que sus consejos. Pero no podía quedarse callada para siempre.

—Deberías olvidarla, Demian.

—No puedo.

—No te merece.

—Ese maldito accidente fue lo que nos separó, no deberías expresarte así de Claudia.

—¡Deja de arrastrarte! Claudia nunca te amó. Solo te deseaba por tu rostro, por el poder. Cuando lo perdiste, te dejó como si fueras un trapo viejo.

Demian la miró.

—Quieres lastimarme... la sigo amando. Si en realidad eres mi amiga, no digas nada más.

Eva apretó la mandíbula.

—Mariam estaba ahí. Escuchó todo.

Demian frunció el ceño.

—¿Qué hacía allí?

—Respirando aire fresco, supongo. O quizá esperando que la buscaras. Pero está claro que eso no va a pasar. Estás perdido por esa bruja.

Demian no respondió.

Eva se cruzó de brazos.

—No te das cuenta, ¿verdad? Estás casado con una mujer que ni siquiera elegiste, pero que probablemente te sería fiel hasta el último día. Y tú sigues persiguiendo a una sombra del pasado.

El silencio se hizo eterno entre ellos.

Desde el otro extremo del salón, Mariam se acercaba a una de las ventanas. Observaba la escena sin ser vista. Vio a Eva junto a su esposo, vio el gesto herido de él, y sintió un hueco en el estómago.

Estaba atrapada en un matrimonio por conveniencia, en una casa llena de secretos y sombras. Pero lo que más le pesaba era que el corazón de Demian seguía encadenado a una mujer que lo despreciaba.

Y ella... estaba empezando a sentir algo que no quería admitir.

Compasión. Tristeza. Y tal vez, solo tal vez... un poco de celos.

Desde la terraza, Eva la alcanzó a ver por el reflejo del ventanal, antes de que Mariam se diera la vuelta y desapareciera en la noche. Sus ojos se entrecerraron, observando con atención ese rostro que se esforzaba en ocultar sus emociones.

—Vaya… —susurró para sí misma—. Así que tú también estás empezando a caer por él...

Eva sonrió con ironía, no con burla, sino con una pizca de resignación. Tal vez Mariam era más de lo que aparentaba.

Mariam subió al coche, y una lágrima rebelde se deslizó por su mejilla. Lo de ellos solo era un maldito contrato. No entendía por qué dolía tanto.

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